lunes, 23 de febrero de 2009

Mirada en primer plano






Los rituales de hoy vistos desde los símbolos del pasado. Un ejercicio de observación desde Calvino, Arendt y Savater en la posesión de Obama.




Esta tierra fue nuestra
antes de ser nosotros de esta tierra.
Fue nuestra más de un siglo
antes de convertirnos en su gente.
Fue nuestra en Massachusetts, en Virginia,
pero éramos colonos de Inglaterra,
poseyendo una cosas que aún no nos poseían,
poseídos de aquello que ya no poseíamos.
Algo que nos negábamos a dar gastaba nuestra fuerza,
hasta entender que ese algo fuimos nosotros mismos,
que no nos entregábamos al suelo en que vivíamos,
y desde aquel instante fue nuestra salvación el entregarnos.

Robert Frost, en la ceremonia de posesión de John F. Kennedy



Hay un tránsito entre el adentro y el mundo exterior, el paso de lo privado a lo publico, hay una división entre esos dos mundos. La puerta es de vidrio y uno puede ver los reflejos de lo que sucede al interior, vagas formas que se mueven y avanzan, pero el vidrio insinúa también el exterior donde se alcanzan a ver jirones de la ciudad y de la multitud que aparece y desparece en el reflejo de los cristales. Esa imbricación, esa doble mirada, ese doble relato posee una fuerza simbólica tremenda. Así es que cuando la puerta se abre una multitud que se extiende hasta el horizonte se cimbrea en una algarabía reverencial, suena la música y se elevan al cielo miles de globos bancos, rojos y azules. Un hombre con paso lento, tranquilo y firme acaba de traspasar el umbral que separaba la casa, (lo íntimo), hacia un espacio abierto que es la ciudad, el país, (lo público). Dos guardias alzan lentamente el brazo y se colocan en posición de firmes para sellar ese momento.

Guardadas las proporciones es la salida del toro al ruedo de la plaza de toros, una imagen a la que volveremos a recurrir más adelante.

El hombre de casa ha dado paso al político; es el político quien acaba de salir de su hogar para desarrollar la vida pública, es la representación del héroe que, para erigirse como tal, debe salir, pues dentro, como padre de familia omnipotente, no hay espacio para realizar los proyectos de ciudad, pero sobre todo porque la casa no está constituida por seres libres, como en la ciudad. Familia significaba en griego servidumbre.

La puerta transparente conecta el mundo exterior con el interior, esa transparencia nos da idea de que ya una vez el hombre se hace público la intimidad se hace pública también, los guardias que están en la puerta son los terribles guardianes que en la antigüedad protegían la puerta de entrada a la casa, pues por esa puerta podían pasar solo los seres limpios: para los muertos estaba reservada otra salida, lo mismo para las mujeres durante el periodo menstrual.

El paso de la casa a la ciudad, de lo privado a lo público se da de una manera pausada, como si el tiempo se hubiera detenido. Vemos el lento gesto de los guardias al levantar el brazo para hacer el saludo, el pausado caminar del Presidente antes de enfrentar la gente y por último vemos más tarde una lentísima caravana que avanza a la velocidad de una persona a pie por la Avenida Pensilvania. Es decir todo volvió por ese momento a la medida humana: el paso de un peatón. Una amiga me decía que ella veía esa evidente lentitud como una señal de que en ese momento los dioses habían detenido el tiempo para que se diferenciara ese día de los otros, ese día en que el héroe salía de casa hacia la ciudad. Para que el momento no se olvidara y aquello quedara en la retina.

Además de toda esa simbología ancestral, estaban otros elementos que daban significado a la escena, a eso a lo que el héroe se iba a enfrentar. El sacerdote que bendecía el momento, el juez que iba a ser el garante ante el pueblo que el héroe iba a cumplir lo prometido, el himno de la nación, el pueblo como testigo. Dos elementos más que en esa posesión no pasaron a un segundo plano y que se desarrollaron sin estar abajo o arriba sino en un todo: la música y la poesía. La música nos abría hacia un espacio de tranquilo placer y esperanza, la poesía nos ponía a pensar en la vida cotidiana de una ciudad, no en esa estructura férrea de un estado, sino en el personaje de la calle que coge el bus, hace comida, se dispone a dictar una clase, etc. Ese espacio entre los divino y lo terrenal lo marcó la música y la poesía. Ese “zaguán”, para seguir pensando en la casa, significaba el sentido de una nación, constituida con palabras, música, arte, mitos, creencias y pasiones humanas. Pocos políticos tienen esta capacidad de dar valor simbólico a eso que llamamos nación. En Estados Unidos esto se ha acostumbrado de manera intermitente desde la posesión de John Kennedy, cuando Robert Frost de 86 años y enceguecido por el resplandor del sol recitó de memoria: "The land was ours before we were the land's"

Una vez concluida la ceremonia, un hombre debe regresar a casa, entonces el héroe lleva a su antecesor hasta la puerta de la ciudad libre y lo despide. Al atardecer G. Bush, ya al abrigo de su casa, dice con esa mezcla jactancia y sencillez que lo caracterizan: qué bueno es regresar a casa. Uno a veces piensa que algunos héroes no deberían salir de casa jamás, pero eso al parecer no hace parte de los designios humanos y no está en manos de una fuerza más o menos controlable. Allí interviene el hado, que puede ser una fatalidad o una bendición.

Aquí retomamos la simbología de la plaza de toros. El héroe como el toro, salen a la plaza; uno a la plaza pública, el otro al ruedo. Desde que el toro entra al ruedo comienza a recibir entre la algarabía del público, señales claras que hacen parte del espectáculo: banderillas, picadores, capotazos, espada y puntillero. Algunas veces el toro ha dado tan buena corrida que se le indulta. Algo parecido ocurre en la vida pública: Al final de la corrida puede que al político que ha logrado convencer al pueblo se le indulte y se reelija de nuevo, sin embargo tarde o temprano caerá derrotado en la arena adivinando la sombra de un puntillero que dará fin a la corrida; por algo en la antigüedad el político tenía aura de héroe, porque los monstruos a los que se iba a enfrentar eran temibles.

El toro es arrastrado muerto mientras que una nueva res espera en la puerta de chiqueros. El toro muerto es apenas la señal de que la fiesta se realizó de acuerdo a los cánones, después vendrán los areneros que se encargarán de poner a disposición el ruedo para el siguiente toro, cambia el espectáculo pero la simbología permanece incólume, como parte de la fuerza de la tradición y la memoria. Pensemos que las palabras y las analogías no son casuales: en la vida pública se habla de la arena política al espacio donde los políticos se mueven y realizan sus proyectos.

Pero, por supuesto, la comparación no puede ir más lejos: la plaza pública no es una plaza de toros. Mientras el toro y el torero se lidian a muerte en solitario, en la plaza pública se han dispuesto recursos de participación como en una obra de teatro: hay un coro que representa al pueblo y su función es que el héroe se contenga, que escuche recomendaciones, que llegue a acuerdos y sea moderado con sus pasiones de soberbia. Cuando esto no se logra, la tragedia acaba en desastre. La gracia del teatro, dice Savater, es que nace como instrumento de reflexión democrática, de pensamiento sobre la ciudad y el país que debe ser capaz de gobernarse a sí mismo más allá de dioses y demonios.

Ese hombre espigado y moreno, con pinta de atleta, de rostro tranquilo, poseedor de facultades lejanas para el baile, editor de The Harvard Law Review en tiempos de estudiante, fumador de cigarrillo y alguna vez de marihuana (le preguntaron si la había aspirado y respondió con obviedad: ¿y no era esa la idea?), ese es el hombre que acaba de traspasar el umbral de la casa, teniendo hacia el horizonte la visual de todo un país multicolor y expectante. Ese hombre ha dicho algunas palabras, que pronunciadas desde la investidura del político y siguiendo la ruta de los antiguos, significan la ruta de un proyecto:

Hoy nos reunimos porque hemos elegido la esperanza sobre el temor, la unidad de propósitos sobre el conflicto y la discordia. Hoy hemos venido a proclamar el fin de las quejas mezquinas y las falsas promesas, de las recriminaciones y los dogmas caducos que durante demasiado tiempo han estrangulado a nuestra política.Seguimos siendo una nación joven, pero, según las palabras de las Escrituras, ha llegado el momento de dejar de lado los infantilismos.

La cuestión para nosotros tampoco es si el mercado es una fuerza del bien o del mal. Su poder para generar riqueza y expandir la libertad no tiene rival, pero esta crisis nos ha recordado a todos que sin vigilancia, el mercado puede descontrolarse y que una nación no puede prosperar durante mucho tiempo si favorece sólo a los ricos.

Nuestros desafíos podrán ser nuevos. Las herramientas con que los hacemos frente podrán ser nuevas. Pero esos valores sobre los que depende nuestro éxito - el trabajo duro y la honestidad, la valentía y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo - esas cosas son viejas.
La simbología hasta aquí ha sido perfecta. La esperanza hasta este momento está intacta. Pero nadie, a excepción de los dioses, conoce el albur de un hombre cuando este decide traspasar el umbral de su casa.
2009 © Benjamín Casadiego