A los viejos panaderos de la cuadra
De algunos muertos se habla bien.
Cuando alguien muere hay un ritual de encuentros con la memoria; se restituye la historia del que se fue como un tejido en la piel de los que se quedan. La familia del muerto se reúne y el muerto es el testigo de que esto ocurra, es el que nos ve y nos vigila. Solo que esos rituales ya no lo son tanto: antes había novenarios, ahora hay agendas rápidas, asépticas, sin café, sin caldos, sin chistes, sin recuerdos. El muerto muere de inmediato. Con estos cambios perdemos todos. Reconociendo la muerte podemos ver la vida, podemos entender el valor de la vida, de la memoria y del cuerpo.
En algunos momentos de la historia, las palabras se parecen a aquellos muertos que están en la memoria pero que son un estorbo para la vida real, para la vida de los vivos. Con esto quiero decirles que voy a hablar bien de la palabra; ¿y por qué? Porque la palabra está aquí con nosotros y es el centro de nuestra propuesta.
A partir de este convencimiento les contaré cómo con la palabra viva es posible pensar y construir un proyecto de paz en el municipio de Ocaña en el Norte de Santander; hablaré de la conversación y cómo conversando podemos llegar a acuerdos. Relataré entonces una experiencia compleja cruzada en cuatro líneas temáticas, tejida por una red invisible pero ahí presente, una red que debe hacernos sentir que algo está ocurriendo dentro. La RED DE COMUNIDADES DE APRENDIZAJE, un proyecto del II Laboratorio de Paz, es la punta de un hilo de algo que viene de lejos, desde la bruma de otras palabras, otros tiempos y otros espacios. Un proyecto construido con palabras y que cree en la palabra bien sazonada y bien adobada como el pan de nuestras viejas panaderías.
Cuando decimos “Se habla mucho” o “No más palabras, queremos acciones” o “Muchos talleres, pero de aquello nada”, estamos matando la palabra y con ella el pensamiento. Parece ser que la palabra es la culpable del subdesarrollo, de la mentira, de las incongruencias, de la pobreza. Todo eso es una burda mentira, un engaño; la verdad es que a más palabras, es decir a más debates, mejores y más serias acciones; con más palabras se puede alcanzar un desarrollo a escala humana, con más palabras seremos mejores políticos, mejores personas y mejores ciudadanos, porque la acción es confundida con ese pragmatismo silvestre que nos hace construir puentes donde hay un río seco producto de la insensata acción humana. Y aquí es pertinente recordar a Lyotard: “Transformar el mundo no significa hacer cualquier cosa. Si hay que transformar el mundo es porque hay en él una aspiración a otra cosa, es porque lo que le falta ya está allí, es porque su propia ausencia está presente ante él. Y eso es lo único que significa la famosa frase: La humanidad solo se plantea los problemas que está en condiciones de resolver”
Voy a compartirles que la palabra se necesita en su justa abundancia, pero no la palabra chatarra como la comida rápida, sino la palabra lenta, esa que se degusta con todo el tiempo del mundo mientras afuera pasa la tarde y llega la noche. Barthes lo decía de esta manera: “En materia de cocina es preciso que las cosas tengan el sabor de lo que son. En el orden del saber, para que las cosas se conviertan en lo que son, lo que han sido, hace falta este ingrediente: la sal de las palabras. Este gusto por la palabra es lo que torna profundo y fecundo el saber.”
Se necesita comer y se necesitan las palabras, jamás nos quejaremos porque haya abundancia de comida bien pensada, jamás una sociedad pensante se puede quejar de que haya palabras pensadas en demasía. Una hermana me decía que en Chicago se vende a buen precio el pan artesanal, hecho en hornos de ladrillo, dejado en reposo de un día para otro; a diferencia del pan industrial con sabor a químicos.
Las panaderías de las palabras, esas de horno de ladrillo deben estar abiertas y a la orden del público, pero hay que saber encontrarlas; las panaderías de las palabras, los restaurantes lentos de las palabras dejan en el aire olores de pensamiento y acción. Sin palabras no podemos pensar, sin palabras no podemos actuar. Es una insensatez decir “menos palabras más acción”, cuando la palabra es el cuerpo de la acción. Propongo entonces, como primera medida visitar a cuatro panaderos que nunca se conocieron personalmente, pero que nos dejaron un regalo muy importante: la confianza en la palabra, la buena sazón de la palabra y al dejarnos ese legado nos permitieron escribir y pensar sobre la paz y el conflicto; nos permitieron escribir y pensar proyectos como estos que hoy narramos.
Nabokov es uno de esos panaderos. Lo ubico aquí porque ha enseñado al proyecto el tesoro de tener una palabra en la maleta como se lleva la patria, la casa y la cultura; nos enseñó que algo central de nuestra pedagogía, el mapa, que es también tu mapa pero es diferente y que esa diferencia está en las palabras que llevamos dentro. Porque Nabokov cruzaba palabras de un idioma a otro, del ruso al inglés, del inglés al francés; las llevaba como se lleva a la amada a otra ciudad, a otro país, pasando furtivamente las fronteras de miedo, de desgano, de terror y una vez a salvo estaba allí su infancia, el idioma oculto, subterráneo, la vida, la memoria.
Baruch de Spinoza es otro. Lo recuerdo ahora porque en su monumental Tratado Teológico-político escrito en la Holanda calvinista del siglo XVII nos cuenta que las notas al margen del Pentateuco eran indicaciones para leer de otra manera las palabras que el tiempo había convertido en obscenas. Cada página tenía dos textos, uno de ellos estaba al margen y era precisamente la nota al margen la que era escuchada por los fieles. Palabras al margen como muchas veces nosotros tenemos que pronunciar para escondernos del miedo cotidiano; palabras que a veces se vuelven palabra íntima que está en la piel, en los correos, en las cartas, en el teléfono de la media noche. Spinoza con esa historia nos recuerda que nosotros, como los viejos tomos del Pentateuco, estamos hechos de notas al margen.
Hay otro panadero que murió joven: Lev Vigostky. Este hombre dijo, luego de haber escuchado atentamente a los niños: el pensamiento nace mediante la palabra. Luego dijo: El habla escrita es monólogo; es una conversación con una hoja de papel en blanco… Vigostky no fue psicólogo pero nos metió de cabeza en el mundo infantil de manera formal. Hijo de padres judíos rusos, filósofo y teatrero, aficionado a la literatura, tanto que sus obras están felizmente punteadas con citas de Tolstoi, Puskin, Cervantes y Shakespeare, nos conecta el habla infantil con el habla de la humanidad, nos pone a pensar en lo sistémico profundo. En el poco tiempo que vivió, en esa Rusia que negó su obra, nos dijo algo para pensar. Nos dijo que hay una etapa en la formación de conceptos del niño llamada pensamientos por complejos es decir el momento en que un niño comienza relacionar grupos de objetos por el color, la forma o el tamaño. La ruta de estos pensamientos es imprevisible como lo es la ruta de las palabras: el niño puede vincular aros con cuadrados por el color, gatos con perros por la forma redonda de la cabeza; Vigostky prueba esto con un ejemplo fascinante: “En ruso hay un término para decir ‘día y noche’, sutki. Originalmente, significaba una costura, la juntura de dos trozos de tela, algo cosido entre sí; después fue usado para cualquier juntura, por ejemplo, de dos muros de una casa, y por tanto una esquina; comenzó a usarse metafóricamente para el crepúsculo, ‘donde se encuentran el día y la noche’; después pasó a significar el tiempo desde un crepúsculo al siguiente, es decir, el actual sutki de 24 horas.” La primea palabra no tiene nada que ver con la última, pero si las vemos todas juntas notamos de inmediato su relación. Ese es el poder de lo sistémico.
Thomas Samuel Kuhn es el cuarto de mis panaderos. Este físico, filósofo e historiador norteamericano, nos habla de cambio de significado, es decir un cambio en el modo en que las palabras y las frases se relacionan con la naturaleza, un cambio en el modo en que se determinan los referentes. Kuhn nos dice que las revoluciones científicas cambian hasta el sentido de las palabras, la manera de vivir, de comunicarnos. Nos dice que esos cambios son tan complejos que afectan a más de una categoría y que esa clase de alteración es necesariamente holista. El lenguaje, nos recuerda, es una moneda de dos caras: una mira hacia fuera, al mundo; la otra hacia adentro, al reflejo del mundo. Nos dice que un estudiante en ciencias necesita de palabras para explicar la naturaleza, pero que esas palabras no le llegan si no conoce la naturaleza, es decir: hay que conocer el mundo para poder tener palabras que pronuncien el mundo.
Cuando leemos a esta gente nos sentimos felices de poder hablar y de tener tantas palabras; de saber que hay que meterse en el mundo para encontrar las palabras y ese meternos en el mundo nos hace universales, mayores de edad; al leerlos sabemos que hay vida e historia; hay una mesa bien servida, hay buenas panaderías con hornos de ladrillo para pensar en la globalización, en los tiempos, en los territorios y, por supuesto, en los silencios.
Ahora viene la otra cara de la moneda: ¿Cómo entonces construir esos hornos? ¿Cómo sentarnos a comer palabras en tranquilidad y agradecimiento? Es una cara de la moneda que mira hacia fuera y hacia dentro.
Cuando alguien muere hay un ritual de encuentros con la memoria; se restituye la historia del que se fue como un tejido en la piel de los que se quedan. La familia del muerto se reúne y el muerto es el testigo de que esto ocurra, es el que nos ve y nos vigila. Solo que esos rituales ya no lo son tanto: antes había novenarios, ahora hay agendas rápidas, asépticas, sin café, sin caldos, sin chistes, sin recuerdos. El muerto muere de inmediato. Con estos cambios perdemos todos. Reconociendo la muerte podemos ver la vida, podemos entender el valor de la vida, de la memoria y del cuerpo.
En algunos momentos de la historia, las palabras se parecen a aquellos muertos que están en la memoria pero que son un estorbo para la vida real, para la vida de los vivos. Con esto quiero decirles que voy a hablar bien de la palabra; ¿y por qué? Porque la palabra está aquí con nosotros y es el centro de nuestra propuesta.
A partir de este convencimiento les contaré cómo con la palabra viva es posible pensar y construir un proyecto de paz en el municipio de Ocaña en el Norte de Santander; hablaré de la conversación y cómo conversando podemos llegar a acuerdos. Relataré entonces una experiencia compleja cruzada en cuatro líneas temáticas, tejida por una red invisible pero ahí presente, una red que debe hacernos sentir que algo está ocurriendo dentro. La RED DE COMUNIDADES DE APRENDIZAJE, un proyecto del II Laboratorio de Paz, es la punta de un hilo de algo que viene de lejos, desde la bruma de otras palabras, otros tiempos y otros espacios. Un proyecto construido con palabras y que cree en la palabra bien sazonada y bien adobada como el pan de nuestras viejas panaderías.
Cuando decimos “Se habla mucho” o “No más palabras, queremos acciones” o “Muchos talleres, pero de aquello nada”, estamos matando la palabra y con ella el pensamiento. Parece ser que la palabra es la culpable del subdesarrollo, de la mentira, de las incongruencias, de la pobreza. Todo eso es una burda mentira, un engaño; la verdad es que a más palabras, es decir a más debates, mejores y más serias acciones; con más palabras se puede alcanzar un desarrollo a escala humana, con más palabras seremos mejores políticos, mejores personas y mejores ciudadanos, porque la acción es confundida con ese pragmatismo silvestre que nos hace construir puentes donde hay un río seco producto de la insensata acción humana. Y aquí es pertinente recordar a Lyotard: “Transformar el mundo no significa hacer cualquier cosa. Si hay que transformar el mundo es porque hay en él una aspiración a otra cosa, es porque lo que le falta ya está allí, es porque su propia ausencia está presente ante él. Y eso es lo único que significa la famosa frase: La humanidad solo se plantea los problemas que está en condiciones de resolver”
Voy a compartirles que la palabra se necesita en su justa abundancia, pero no la palabra chatarra como la comida rápida, sino la palabra lenta, esa que se degusta con todo el tiempo del mundo mientras afuera pasa la tarde y llega la noche. Barthes lo decía de esta manera: “En materia de cocina es preciso que las cosas tengan el sabor de lo que son. En el orden del saber, para que las cosas se conviertan en lo que son, lo que han sido, hace falta este ingrediente: la sal de las palabras. Este gusto por la palabra es lo que torna profundo y fecundo el saber.”
Se necesita comer y se necesitan las palabras, jamás nos quejaremos porque haya abundancia de comida bien pensada, jamás una sociedad pensante se puede quejar de que haya palabras pensadas en demasía. Una hermana me decía que en Chicago se vende a buen precio el pan artesanal, hecho en hornos de ladrillo, dejado en reposo de un día para otro; a diferencia del pan industrial con sabor a químicos.
Las panaderías de las palabras, esas de horno de ladrillo deben estar abiertas y a la orden del público, pero hay que saber encontrarlas; las panaderías de las palabras, los restaurantes lentos de las palabras dejan en el aire olores de pensamiento y acción. Sin palabras no podemos pensar, sin palabras no podemos actuar. Es una insensatez decir “menos palabras más acción”, cuando la palabra es el cuerpo de la acción. Propongo entonces, como primera medida visitar a cuatro panaderos que nunca se conocieron personalmente, pero que nos dejaron un regalo muy importante: la confianza en la palabra, la buena sazón de la palabra y al dejarnos ese legado nos permitieron escribir y pensar sobre la paz y el conflicto; nos permitieron escribir y pensar proyectos como estos que hoy narramos.
Nabokov es uno de esos panaderos. Lo ubico aquí porque ha enseñado al proyecto el tesoro de tener una palabra en la maleta como se lleva la patria, la casa y la cultura; nos enseñó que algo central de nuestra pedagogía, el mapa, que es también tu mapa pero es diferente y que esa diferencia está en las palabras que llevamos dentro. Porque Nabokov cruzaba palabras de un idioma a otro, del ruso al inglés, del inglés al francés; las llevaba como se lleva a la amada a otra ciudad, a otro país, pasando furtivamente las fronteras de miedo, de desgano, de terror y una vez a salvo estaba allí su infancia, el idioma oculto, subterráneo, la vida, la memoria.
Baruch de Spinoza es otro. Lo recuerdo ahora porque en su monumental Tratado Teológico-político escrito en la Holanda calvinista del siglo XVII nos cuenta que las notas al margen del Pentateuco eran indicaciones para leer de otra manera las palabras que el tiempo había convertido en obscenas. Cada página tenía dos textos, uno de ellos estaba al margen y era precisamente la nota al margen la que era escuchada por los fieles. Palabras al margen como muchas veces nosotros tenemos que pronunciar para escondernos del miedo cotidiano; palabras que a veces se vuelven palabra íntima que está en la piel, en los correos, en las cartas, en el teléfono de la media noche. Spinoza con esa historia nos recuerda que nosotros, como los viejos tomos del Pentateuco, estamos hechos de notas al margen.
Hay otro panadero que murió joven: Lev Vigostky. Este hombre dijo, luego de haber escuchado atentamente a los niños: el pensamiento nace mediante la palabra. Luego dijo: El habla escrita es monólogo; es una conversación con una hoja de papel en blanco… Vigostky no fue psicólogo pero nos metió de cabeza en el mundo infantil de manera formal. Hijo de padres judíos rusos, filósofo y teatrero, aficionado a la literatura, tanto que sus obras están felizmente punteadas con citas de Tolstoi, Puskin, Cervantes y Shakespeare, nos conecta el habla infantil con el habla de la humanidad, nos pone a pensar en lo sistémico profundo. En el poco tiempo que vivió, en esa Rusia que negó su obra, nos dijo algo para pensar. Nos dijo que hay una etapa en la formación de conceptos del niño llamada pensamientos por complejos es decir el momento en que un niño comienza relacionar grupos de objetos por el color, la forma o el tamaño. La ruta de estos pensamientos es imprevisible como lo es la ruta de las palabras: el niño puede vincular aros con cuadrados por el color, gatos con perros por la forma redonda de la cabeza; Vigostky prueba esto con un ejemplo fascinante: “En ruso hay un término para decir ‘día y noche’, sutki. Originalmente, significaba una costura, la juntura de dos trozos de tela, algo cosido entre sí; después fue usado para cualquier juntura, por ejemplo, de dos muros de una casa, y por tanto una esquina; comenzó a usarse metafóricamente para el crepúsculo, ‘donde se encuentran el día y la noche’; después pasó a significar el tiempo desde un crepúsculo al siguiente, es decir, el actual sutki de 24 horas.” La primea palabra no tiene nada que ver con la última, pero si las vemos todas juntas notamos de inmediato su relación. Ese es el poder de lo sistémico.
Thomas Samuel Kuhn es el cuarto de mis panaderos. Este físico, filósofo e historiador norteamericano, nos habla de cambio de significado, es decir un cambio en el modo en que las palabras y las frases se relacionan con la naturaleza, un cambio en el modo en que se determinan los referentes. Kuhn nos dice que las revoluciones científicas cambian hasta el sentido de las palabras, la manera de vivir, de comunicarnos. Nos dice que esos cambios son tan complejos que afectan a más de una categoría y que esa clase de alteración es necesariamente holista. El lenguaje, nos recuerda, es una moneda de dos caras: una mira hacia fuera, al mundo; la otra hacia adentro, al reflejo del mundo. Nos dice que un estudiante en ciencias necesita de palabras para explicar la naturaleza, pero que esas palabras no le llegan si no conoce la naturaleza, es decir: hay que conocer el mundo para poder tener palabras que pronuncien el mundo.
Cuando leemos a esta gente nos sentimos felices de poder hablar y de tener tantas palabras; de saber que hay que meterse en el mundo para encontrar las palabras y ese meternos en el mundo nos hace universales, mayores de edad; al leerlos sabemos que hay vida e historia; hay una mesa bien servida, hay buenas panaderías con hornos de ladrillo para pensar en la globalización, en los tiempos, en los territorios y, por supuesto, en los silencios.
Ahora viene la otra cara de la moneda: ¿Cómo entonces construir esos hornos? ¿Cómo sentarnos a comer palabras en tranquilidad y agradecimiento? Es una cara de la moneda que mira hacia fuera y hacia dentro.
2008 © Benjamín Casadiego