lunes, 23 de febrero de 2009

Memoria de la arepa ocañera





La arepa ocañera tiene, entre algunas de sus particularidades, un pellejo y por allí se embute el relleno, por lo general de origen animal: queso, queso con mantequilla, aguacate con queso, revuelto de huevo con carne desmechada, barbatuscas, frijoles, espaguetis (con el perdón de los italianos, pero es una mezcla deliciosa), con pollo, con carne asada, pescado asado, ensalada con atún.

Los arrieros, los caminantes, los viandantes de antes llevaban arepas para sus largos viajes en mula. La arepa era muchas cosas a la vez: alimento, empaque, plato, servilleta, cuando las servilletas no existían. Algunos sociólogos de la comida se refieren a la hamburguesa como ese todo: es alimento y es utensilio y el último pedazo de pan funciona como servilleta. Tal cual la arepa, pero diferente.

El embutido de la arepa ha sido clave para la sobrevivencia de la humanidad. Marvin Harris relata los primeros viajes interoceánicos y describe el horror de las muertes carenciales: el escorbuto, el beriberi, la pelagra, entre otras, diezmaban a los tripulantes de esos barcos. La razón: no había equilibrio entre vitaminas, minerales o aminoácidos. Pensar que una simple arepa con un delicioso embutido de ensalada de atún hubiera salvado de la muerte a muchos de esos intrépidos marineros.

Durante buena parte del siglo XX la arepa se elaboró de la siguiente manera: el maíz blanco se ponía a cocinar por horas, se molía en piedra (posteriormente en molino manual Corona y ahora en molino eléctrico), luego se amasaba y redondeaba la arepa, se ponía en fogón de leña sobre un tiesto de barro que tenía una hoja de plátano encima para darle un sabor perfecto: la cara que se colocaba primero duraba menos tiempo en el fuego que la segunda cara, ¿por qué? Porque la primera cara es la que se va a asar y es la que suelta el pellejo, señal de identidad de la arepa ocañera. Esto es difícil de escribir, pero manejable a la hora de hacer prácticas.

Hasta los años 70 los fogones eran de leña y alrededor había unas piedras donde se colocaban las arepas una vez pasaban por el tiesto, esa distancia entre el fuego y la piedra hacía las veces de horno, en ese momento nace el pellejo de la arepa, donde va el relleno.

Todavía se hacen arepas en fogón de leña, con maíz pilao y hojas de plátano. El olor de esas arepas es verdaderamente indescriptible, es una mezcla de humo de leña, hoja de plátano tostada, maíz blanco. Es de naturaleza salvaje, se comen casi solas.

Las tecnologías transformaron los procedimientos: el gas propano, la estufa, el maíz precocido que vino de Venezuela, la parrilla de hojalata sucedió a la piedra al lado del fogón, el tiesto de barro se cambió por el sartén de teflón.

Interior de un taller de arepas en el siglo XXI

Suena como a Ray Bradbury pero no, es el mismo ritual de hace siglos. Desde hace años venimos compartiendo un ritual excepcional: el de hacer arepas ocañeras para encontrarnos. Este fin de semana hicimos uno de esos talleres en Bogotá para celebrar la llegada de Ricardo y familia.

Como profesor invitado pienso que soy el profesor del día después, como las pastillas anticonceptivas. Después de la clase es que me acuerdo de la clase que debí haber dictado. Así pues, siguiendo la tradición me puse a pensar durante el viaje de regreso en lo que cada uno de los participantes hizo y las enseñanzas que dejó cada una de las acciones. Aquí van algunos comentarios:

Un alumno inquieto como Mauricio no se conformó con una sola arepa sino que pensó en la multiplicación de la arepa en un solo sartén o tiesto. Hizo dos pequeñas y las puso a asar, yo le advertí que el problema de dos arepas en un tiesto era la dificultad para voltearla, a lo que él de inmediato encontró la solución: con una espátula de plástico que encontró de casualidad a la mano (un milagro porque en esa cocina no se encontraba nada), me demostró que la arepa se podía voltear de manera eficiente y sin tanta tradición. Un duro golpe para el profesor que no encontraba como rebatir esa nueva de-generación de arepas que se veía venir de manera amenazante. Parte de las razones me las dio la parrilla, pues con las dos arepas asándose al mismo tiempo, una terminó chamuscándose en el borde. Lo confieso sin vergüenza: dejé adrede que se quemara la punta para poder mostrar a los estudiantes por qué no era conveniente asar dos arepas en un mismo tiesto. La tradición es perversa.

De este error de procedimiento salen algunas lecciones en cuanto a la identidad de la arepa ocañera:

Hay muchos dichos populares pero faltan todavía más, es decir todavía no están dichos todos los dichos. Entre los dichos o refranes populares está este: Cada día trae su afán. Dentro de los dichos que falta por hacer y que de inmediato propongo a consideración de la memoria popular es este: Cada arepa con su tiesto.

Me hubiera gustado que mis estudiantes del curso avanzado estuvieran aquí ahora y no allá ahora para compartir mi análisis de la jornada con ese refrán recién salido del fogón: Cada arepa con su tiesto. Allí está resumida la morfología de la arepa ocañera: ésta tiene que ser redonda, del tamaño de un plato llano o de un tiesto, no tiene sal porque el embutido ya lleva sal y debe tener un crujiente pellejo. Un alumno precoz como Mauricio hubiera podido seguir haciendo arepas de todos los tamaños y formas hasta el infinito, pero eso hubiera significado el fin de la arepa ocañera. (Antes había unos enormes tiestos donde cabían dos o tres arepas del tamaño de un plato plano, pero se ponían a asar de manera individual en las piedras que rodeaban el fogón).

Pensando un poco en la identidad de la arepa, yo me permitiría traer a cuento algo que una vez dijo Ricardo en uno de sus primeros cursos de arepas. Él nos contó que en Centro América había una tradición indígena alrededor del pellejo de la arepa: cuando a una muchacha núbil se le encargaba la elaboración de la arepa había la creencia de que si salía pellejo era casadera y tendría un matrimonio feliz con hijos y todo, si no salía pellejo era muy probable que la muchacha iba a tener problemas para encontrar marido. Esa tradición la he incorporado en la costumbre nuestra de las arepas y me parece un juego perfecto cuando un grupo de amigos y amigas se reúnen a hacer arepas.

Durante el curso noté que las arepas no tuvieron ese pellejo clásico o si lo tuvieron fue gracias a la ayuda del cuchillo. Como buen profesor no alerté de esta anomalía pues corría el riesgo de ser mirado con desconfianza por los estudiantes, pero por supuesto me puso a pensar en el procedimiento y en el mito. Pensé en el fuego, en el clima y en la masa. Pensé en que los participantes ya no eran ni casaderos ni casaderas, pensé en que tal vez los participantes estaban más allá o más acá del matrimonio. Solo una arepa tuvo el pellejo que se sopló como un globo, fue la arepa que hizo Mary, nuestra estudiante extranjera y a punto de contraer nupcias con Ricardo. Le señalé emocionado el suceso pero no me entendió (no sabía decirle en español: mirá ve se le sopló el pellejo a tu arepa; y en inglés pensé en una canción de Bob Dylan que tampoco pude ponerme a cantar no fuera a ser que soltara la risa y allí sí el curso hubiera perdido la seriedad requerida). No se dio cuenta, pero a ella fue la única que se le sopló el pellejo de la arepa. Uno no sabe como Ricardo va traducir todo esto de manera que suene civilizado. Así que de parte de los mitos y los dioses del maíz, del aguacate y del queso, ese matrimonio tiene los augures de los dioses de la tierra.

Después de las arepas salimos a caminar por Bogotá con el grupo de talleristas en domingo: montarnos como pandillas en el trasmilenio, descubrir nuestro rico pasado en el Museo del Oro, caminar por la Candelaria, almorzar felices en un restaurante que colapsó con semejante grupo de comensales, el tradicional tinto Juan Valdés, la visita al museo Botero, la obleas, el encuentro con Jota, gran degustador de la arepa ocañera.

Esa caminata hasta el atardecer me sirvió para pensar en los estudiantes y en cómo los juntaría para el próximo taller. Este es mi análisis:

Mauricio y Filippo irían muy bien en un equipo, terminarían sacando de las casillas al profesor y haciendo solos su clase, pero sin ellos la clase sería tan aburrida como una arepa sin pellejo. Irene y Tomás irían en otro equipo pues les gusta la arepa sola (por ahí Irene dejó media arepa encima de su cama); Salomé y Filippo irían en equipos de comearepas con gana, serán arepodependientes en el futuro, como algunos sicólogos y sociólogos locales definen ese mal; Mateo iría con todos los de la arepa con queso, sin nada más o por lo menos sin aguacate; Mary y Mónica irían en los equipos que hacen y comen las arepas con todos los rellenos, pero ambas tienen la responsabilidad de ser las herederas y trasmisoras de la auténtica arepa ocañera; Ricardo y Jota irían en los equipos que ya han superado la manufactura y se dedican a disfrutar de las arepas como Dios manda, (Ricardo ya ha hecho varios cursos pero llama la atención que Mary le hubiera dicho en medio del taller: “A vos no te quedan como éstas”, algo que merecerá un detenido análisis de los talleristas, les queda como tarea). Otro sub grupo lo conformarían los dueños de “esos apuntes graciosos”, que son el martirio para cualquier profesor. Veo allí de nuevo a Jota, Mauricio, Ricardo, Mónica, (Adrián es perfecto en este grupo, a pesar de no haber estado aun en estos talleres anuales), el profesor podría caber en ese grupo, pero tiene la desgracia de ser el profesor. Así que en determinado momento el profesor decidirá entrar a cualquiera de esos grupos para ser una persona común y corriente dentro de esa ralea de talleristas.

La arepa se come bien en la mañana y en la tarde. Antes, las cocinas eran lo suficientemente amplias como para que los campesinos se reunieran y hablaran mientras las arepas se iban haciendo. Yo recomiendo la arepa al atardecer como parte de un ritual de conversación. Nada hay tan bueno como hacer arepas en la noche, con café, pero también funciona con vino o cerveza, mientras se nos va la noche en la cocina y las arepas van saliendo calientes del fogón y las vamos comiendo como Dios manda, rellenas de lo que queramos, mientras la música, la buena conversa, los poemas acercan a los amigos y los corazones.

Geertz relata un cuento de la India: el mundo descansa sobre una plataforma, la cual está apoyada en el lomo de un elefante el cual a su vez se sostiene sobre el lomo de una tortuga. ¿Y la tortuga? La tortuga sobre otra tortuga y así hasta el infinito, pues después de esa tortuga son todas las tortugas. Decidiremos si nos ponemos a encontrar el fondo imposible o miramos la superficie posible. Eso es en últimas: la amistad y sus rituales para que la amistad se alimente. Ya no estamos en un barco cargado de hambrientos atravesando el estrecho de Magallanes; ahora la arepa hace parte de esos momentos con amigos, es el pretexto para alimentar el espíritu. Podemos ahondar en muchas interpretaciones, en definitiva es ese momento que está allí cargado de emociones profundas pero en la superficie de nuestras vidas y las culturas. Eso que nos hace seres humanos. Esa era la idea de ese taller de arepas programado para ese domingo de febrero en la mañana: teníamos muchas alegrías y silencios en medio de una arepa caliente.
2009 © Benjamín Casadiego