miércoles, 25 de febrero de 2009

Educación, Filosofía e Historia




Prólogo al libro “Educación,
Filosofía e Historia” de Alonso Montagut Navas. Ediciones de la Escuela Normal Superior de Ocaña, 2008.


Hay una edad en la que se enseña lo que se sabe; pero inmediatamente viene otra en la que se enseña lo que no se sabe, eso se llama investigar. Quizás ahora arriba la edad de otra experiencia: la de desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado. Esta experiencia creo que tiene un nombre ilustre y pasado de moda, que osaré tomar aquí sin complejos, en la encrucijada misma de su etimología: Sapientia: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor.

Ronald Barthes, Lección inaugural.



Hay un interrogante que Alonso Montagut se plantea en el primero de los nueve ensayos de su libro y es precisamente en torno al tipo de hombre y de sociedad que se quiere contribuir a formar desde la educación. Si bien el libro está dividido en tres partes, educación, filosofía e historia, la pregunta cruza todo el documento y nos lleva a pensar la educación como una responsabilidad de ciudadanos participativos y no un caso aislado en las aulas o en los búnker de los hacedores de políticas educativas. Visto desde esa perspectiva, el libro es una ventana al interior del aula y desde el aula es, a su vez, una mirada al mundo.

De allí que el comienzo de la respuesta a esa búsqueda del tipo de hombre y de sociedad debe comenzar por una revisión y definición de la didáctica que en resumen “apropia al docente de un conjunto de herramientas que posibilitan su quehacer y la adquisición de reglas para resolver problemas”; del maestro convertido en facilitador, “en catalizador del proceso de desarrollo de los educandos”, pues él, como se agrega más adelante, “más que preparar sus clases en términos tradicionales, organiza los contenidos de las asignaturas teniendo presente qué procesos cognitivos pueden implicar en el proceso de aprendizaje del educando, para trabajar en función de éstos.” Al ser facilitador el docente, en lugar de imponer una ruta de conocimiento autoritaria, es alguien que comienza a entender los ritmos, los tiempos y las necesidades del estudiante, pues tiene en su haber una pista sensata para alcanzar el acto poderoso de la comunicación: sabe cómo aprenden ellos. Así, pasa de ser un sabedor petulante a un investigador asombrado de sus dudas compartidas; alguien que escucha y danza con el otro para encontrar desde lo lúdico, la verdad, como el fin último de conocimiento, en el sentido de Popper, uno de los referentes del primer ensayo, junto con Gadamer.

Por allí vamos avanzando con señales precisas, hacia un reto que no es ni fácil, ni claro: un educador-facilitador que entiende que no está frente a seres vacíos que se deban llenar de conocimiento, sino que está interactuando horizontalmente con seres humanos que ya tienen saberes previos de los muchos mundos que habita y construye: la casa, el barrio, la ciudad, su imaginación, su historia personal. Si nos detenemos un momento vemos allí el germen de una revolución científica, recordando un poco a Kuhn, entonces ese primer movimiento genera otro, que puede ser un vacío para llenar, un reflujo, otro sentido. De allí que las evaluaciones, nos dice Alonso en el tercero de sus ensayos, evocando la Ley General de Educación (1994) en Colombia, “ya no se establecen como un saber retenido, sino como el construido dentro de los procesos de desarrollo de la persona”, teniendo en cuenta: “lo comunicativo, lo cognitivo, los corporal o biofísico, lo ético, actitudinal o emotivo, lo espiritual y lo estético”. Esto es: que la educación debe comenzar a verse “como una práctica pedagógica, comunicativa, intencionada, holística y cualitativa.”.

No es fácil este reto para nadie, ni mucho menos para un niño que viene de vivir jugando, como investigador nato que es y cree llegar a ese nuevo espacio, a ese mundo nuevo, a seguir jugando, a seguir construyendo sus reglas, su moral y su territorio. “Jugar significa estar con los demás y a conocerlos del modo más espontáneo y auténtico posible”, nos recuerda el profesor Montaguth. A partir del juego el ser humano entra en el juego de la vida y desde allí aparecen las dinámicas de un vivir en comunidad como la inclusión social, las reglas, los imaginarios de lugar, la autoridad, la toma de decisiones, el desarrollo de lo simbólico.

El golpe suele ser duro, como se lee en el cuarto ensayo: la escuela no siempre puede ofrecer su razón de ser: “desahogo, descanso, ocio, intelectual, entretenimiento del espíritu, donde la niñez y la adolescencia son iniciadas en las letras y las costumbres ciudadanas”. Toda esa historia de la construcción de un lugar en el mundo y del conocimiento genuino con los otros parece sumergirse en un espacio hostil pues la escuela pensada para “ayudar a leer y escribir (…) no da lugar a la expresión delirante de una infancia de movilidad perpetua, de carreras desbocadas, de ansias de grito y de fuerza. A cambio hay que contener las emociones, contener las palabras, bajar la voz, contener el abrazo y el puño. Reír discretamente. Evitar el contacto con lo otros. Contener la orina, contener las lágrimas. Todo esto se aprende a cada momento mediante castigos, admoniciones, sermones, amenazas y hasta golpes”.

La pregunta inicial nos ha seguido como una sombra implacable: qué tipo de hombre y qué sociedad se quiere construir desde la educación.

Tal vez una sociedad que le permita al ser humano ser autónomo y responsable desde su libertad. Pero, ¿dónde encontrar esa utopía? No está a la vuelta de la esquina, como imaginó Gauguin yéndose hacia el Pacifico sur. “El orden del conocimiento en los indígenas – nos dice Alonso Montaguth- primero pasa por el jugar a aprender a hacer y luego por la explicación mitológica e histórica en la que se encuentran los hechos.”

Es interesante este desnivel que se plantea a partir de aquí, porque en este momento el libro nos comienza a señalar el origen común Escuela-sociedad que se va desdibujando una vez se constituye: “El arraigo a la tierra, la construcción de la casa, la formación del hogar con la prole y las relaciones políticas, económicas, religiosas y éticas, acercan al hombre a la que necesariamente no podría escapar y que lo colocan en las puertas de la fundación de la escuela: la transformación de la pareja en familia es prácticamente la que transforma la casa en la escuela”.

Hay un ensayo que debe leerse con atención y es el que hace referencia a la Convención de Ocaña para analizar la relación Estado y gobierno y cómo los convencionistas reunidos en esa época terminaron pensando en los gobernantes, es decir en quiénes iban a dirigir, quiénes iban a tener el poder, y no en la construcción de un Estado común.

Partiendo de esto el autor nos plantea un marco para tratar de entender de alguna manera las decisiones que han marcado la vida política colombiana, cercana a privilegiar a líderes y caudillos antes que pensar y fortalecer el Estado. La pregunta reaparece formulándose desde el pasado: qué tipo de hombre y de sociedad quisimos formar desde la época de la Convención de Ocaña. “Históricamente parece que estamos a la caza del gobierno, ello se demuestra por el hecho que cotidianamente nos preguntamos por la pertinencia de nuestro dirigentes… Se la jugaron (los convencionistas) en dirección de asegurarse el poder y obtuvieron el señalamiento histórico de no haber trabajado en beneficio de asegurarnos un imaginario de estado en la conciencia de cada ciudadano”.

Pero al mismo tiempo que la Convención de Ocaña servía para ir tras la caza del gobierno, la educación no estuvo al margen de ese escenario y es allí donde aparece la otra paradoja que de alguna manera nos sigue cercana y distante en nuestros días: el tema se pensó en grande y un ejemplo concreto fueron los llamados colegios Santanderinos, pensados desde experiencias europeas, especialmente alemanas, pero al fin de cuentas un intento malogrado y una pérdida tiempo y de esfuerzo en una nación necesitada de gente que pensara el Estado: los estudiantes no podían desarrollar una participación real en la vida de la nación porque no cumplían la edad para participar en la vida pública, edad que comenzaba a los treinta años.

¿Qué tipo de gente se formaba en esas épocas, cual era la idea de sociedad? ¿Cómo nos vemos ahora, como educadores, como estudiantes que sabemos la urgencia de participar en las dinámicas de formación de nuestra nación? ¿Estamos pensando en el Estado o estamos pensando en gobernar? ¿Seguiremos desconociendo la fuerza de los procesos y pretender a cada momento inventar la rueda? ¿Continuaremos por cien años más viendo aparecer, quizás ya no en las plazas públicas, pero si en las salas de conferencia esa infinita fila de candidatos a cargos públicos, improvisando una actuación como en un concurso de oratoria?

El documento final al que me he referido nos ayudará a cerrar esta reflexión en torno a los nueve ensayos que escribió Alonso Montagut a lo largo de una década.

La lección que nos deja esta lectura es que la educación es la única puerta para pensar el ser y la sociedad que queremos formar y que el tema es un compromiso de ciudadanos, es decir de padres de familia, profesores, vecinos conscientes de su condición de ser portadores de un legado que nadie se lo inventó de manera individual sino que viene de atrás, construido por muchos. Que la participación en la calidad de la educación es un compromiso como las exigencias por la calidad del agua, del aire, de los espacios públicos, pero que ese compromiso no se puede postergar, como nos lo enseña la lección de los colegios Santanderinos, para después de los treinta años, sino que ese compromiso comienza con los juegos de infancia y continúa con los juegos de la madurez; sin olvidar, claro está, que esa infancia debe respetarse, como una patria que posee sus fronteras y su cultura, donde el juego es parte del proceso de conocimiento del mundo, con sus leyes de inclusión, moral, construcción de territorio y lenguaje. Es decir, si vamos a pensar una sociedad libre y pensada desde el desarrollo a escala humana debemos estar en este presente pensando y creando espacios de libertad y de desarrollo humano. Aquí podemos recordar a Gustav Wyneken, influencia inicial de Walter Benjamin con su comunidad escolar libre (Frei Schulgemeinde) en 1906, donde se sostenía que el ser joven era algo en sí mismo y no el mero tránsito de la infancia a la edad adulta.

Las claves están en cada uno de los espacios que intervienen en estos procesos: la casa, la ciudad y el establecimiento escolar que en su momento Alonso ha definido como un todo intercomunicado: “Cuando se habla de ambiente educativo no se está empleando el vocablo únicamente para designar el entorno físico de la escuela, sino que ello involucra el conjunto de aconteceres que la definen como un lugar recreativo por excelencia”.

A lo largo del libro hay constantes referencias a lo holístico, a las redes humanas: “Las redes del conocimiento se sostienen en el lenguaje”, se lee en uno de los ensayos; páginas atrás dice: “la realidad está envuelta en redes educativas inconmensurables”, y en otro dice lo siguiente: “Los seres humanos vivimos en redes de enseñanza y aprendizaje permanentes ahistóricamente, provocando con ello la construcción del marco de necesidades que nos llevarían con el tiempo a consolidar la escuela”. Y uno de los más bellos: “En las lenguas aborígenes danzar y sembrar requieren un solo verbo”.

Sabemos que esa es otra señal que recorre el libro de manera transversal y que uno como lector piensa, re-elabora y construye a medida que pasan las páginas: la educación como un proceso en red, donde los niños no estén compitiendo con quién es el mejor sino quién puede desarrollar experiencias de colaboración y al mismo tiempo de competencia –como en un juego-; unos colegios donde no se mide cuál institución alcanza los indicadores de éxito sino de cómo hacer para trabajar en equipo; cómo adecuar de manera eficiente, al interior, con la población escolar, y al exterior, en el intercambio con las otras instituciones, un modelo cooperativo, frente al modelo competitivo donde todos sirven para lo mismo y llevan a cabo las mismas tareas. Desde allí pensar en el hombre que queremos ver habitando el planeta, alguien que sabe por qué se hace lo que se hace; un ser consciente de su interdependencia y no un hombre enclaustrado en su estrecho territorio, en su salón de clase, en su libro de él solo, en la tarea que deberá ser la mejor de todos pues de lo contrario será un desastre familiar y social. Un ser que habita el mundo sabiéndose formando parte de un proyecto a largo plazo como es la permanencia, con calidad, de las generaciones posteriores en la tierra.

Desde esa pregunta inicial he tratado se seguir rastros de una respuesta y ella se dio como un diálogo con el autor que fue, al mismo tiempo, una conversación con su distinguido equipo de trabajo: Gadamer, Popper, Heidegger, Kant, Hegel, Berger, Luckman y Vigostky. Por supuesto, el lector-autor desarrollará sus propias miradas a partir de unos textos que poseen el encanto de la sapientia, de la disciplina y de la lectura juiciosa. Y del tiempo. No es fácil hablar de educación en un país donde hay una gran masa de desencantados del sistema educativo, donde los desplazados y los pobres no viven esta experiencia como un placer y mucho menos como una necesidad, donde no se sabe qué hacer frente a las heridas fisiológicas y sicológicas de la guerra, donde no hay respuestas claras para desarrollar espacios de dialogo con las nuevas tribus juveniles y donde el tablero aun intenta competir con los videojuegos y la internet, con toda esa ética de comunidad y convivencia que se ha venido formando desde los ordenadores.

No es fácil tampoco escribir y poder contar lo que se quiere tal y como se quiere. Antanas Mockus resumía en tres los secretos de la universidad: la acción comunicativa discursiva, la tradición escrita y la reorientación y la reorganización de la acción. La tradición escrita, pensando como Barthes en el epígrafe de este prólogo, es ilustre y casi diríamos, pasada de moda: no se escribe y no se discute sobre lo escrito con nuevos escritos. Pero es la clave para que el pensamiento no se quede por ahí volando, para que haya memoria.

Alonso Montaguth, docente, filósofo y escritor es heredero de una tradición de narradores y poetas que se reunió a finales de los años ochenta alrededor del Taller literario El Aleph en Ocaña. Recordando uno de sus ensayos donde dice que la capacidad de hablar marca el camino para que las comunidades elijan a sus líderes, yo pienso que un documento como el que tenemos ahora en nuestras manos define un nivel de privilegio dentro de las discusiones que nos pueden ayudar, como humanos, a pensarnos en nuestra sociedad.
2008 © Benjamín Casadiego

martes, 24 de febrero de 2009

Iniciativas para el desarrollo humano





Los líos con las pirámides de dineros rápidos y fáciles nos ponen a pensar en otras más silenciosas, efectivas y a largo tiempo: las pirámides de desarrollo humano, estas no ascienden a las alturas sino que crecen de manera horizontal, tejen redes y producen dividendos para todos sin riesgos de bancarrota.



Segovia, al noreste antioqueño, es un municipio que vive de la explotación aurífera y del cuarzo. Desde el aire pueden verse los socavones en las montañas parecidas a trincheras que estuvieran resguardando al pueblo; así pues el oro define el modo de vida: sus habitantes desde muy jóvenes ya tienen una veta que han comprado o heredado y desde entonces saben que van a estar en la explotación de su propia mina. En el trajín de una mina no hay necesidad de estudiar; eso es una señal de la quimera; pero hay otras. Uno de los métodos de extracción del oro consiste en combinarlos con mercurio; esto hace que las fuentes de agua contengan altos residuos de este elemento: los segovianos se lo beben día a día y cargan en sus cuerpos los más altos índices de mercurio en el mundo, como lo afirman continuos informes de la OMS.

Dentro de los talleres que estábamos dando en la región del noreste, descubrimos una especie de pasividad intrafamiliar, que es otra forma de violencia intrafamiliar: la cultura del municipio asume que la mujer está con el hombre para que este la mantenga y ella tiene que obedecer a los caprichos del marido cuando llega de los socavones: borracho, sin dinero o con él, violento o indiferente. La mujer es una mantenida y debe resignarse a guardar silencio. Un spot radial que hicimos durante el tiempo que estuvimos allí lo demuestra: llega el marido borracho, insulta a la mujer y predica con voz pastosa: “ya le he dicho al niño que no estudie pues el estudio no sirve para nada en las minas”. La mujer ideal no estudia, ni aspira a nada más que mantenerse en la casa con la ayuda de Dios y del marido. Precisamente los talleres se enfocan a hacer visible eso que parece normal en una comunidad y hablar inteligentemente sobre eso. La idea es mirar con nuevos ojos eso que la cultura va dejando en el colectivo como inmodificable.

Cuando se llega a Segovia por tierra uno pasa por dos pueblos memorables: Yolombó, el espacio geográfico de la novela costumbrista de Tomás Carrasquilla, donde reyes, esclavos, coronas y ordenanzas españoles confluyen en los ojos de su extraordinaria protagonista: la Marquesa de Yolombó. El pueblo ahora nos deja ver sus casas de colores, la catedral de ladrillo, inmensa y hermosa, las calles adornadas con flores, los huertos, la gente que tiene el sabor del tiempo; el otro pueblo es Remedios, llamado así en honor de Nuestra Señora de los Remedios por decisión del capitán Francisco Martínez de Ospina hacia 1560, territorio aurífero y cruce de caminos, durante la época colonial, de aventureros y esclavos traídos de Senegal, Congo y Angola; lugar de riqueza cultural intangible con toda clase de evocaciones diabólicas, cuentos de aparecidos, sortilegios, brujerías, aojamientos y yerbas para sanar los males del alma y los del cuerpo. El paisaje tiene todos los verdes y los ríos llevan el tumulto y el desboque que no da tregua en esta larga temporada de lluvias. Desde la ventanilla del bus escalera veo, encabritado sobre un lecho salvaje de lodo, un balón solitario de quién sabe qué partido inconcluso de fútbol. Pero esa mañana el río se ha llevado además de ese balón a cinco mulas y los tres arrieros que corrieron para tratar de salvarlas.

Cuando al fin se llega a Segovia, después de 12 horas de viaje por carreteras destapadas y cerradas por derrumbes, el bus lo deja a uno en el parque principal que está ubicado en una pendiente. El parque, que parece escurrirse hacia los lados, no es el lugar bonito y ordenado al que nos tenían acostumbrados los pueblos que hemos visto por el camino. En una de sus esquinas está la estatua del presidente Olaya Herrera, en la esquina opuesta está un monumento a los mineros: una aparatosa alegoría donde uno ve una mujer inmensa, desnuda de color cobrizo que baja con las nalgas al aire hacia un minero. En la otra esquina está un edificio, una espacie de kiosco cerrado de dos pisos. Por supuesto están los vendedores de chance, de minutos, de fritangas y de lotería regados por ahí.

En ese parque, un grupo de paramilitares, llegados en 4 camperos desde el Urabá antioqueño comenzaron a disparar indiscriminadamente contra los que estaban allí a las 11 de la noche de hace 20 años, un 11 de noviembre de 1988. Luego bajaron la calle y siguieron dando plomo a todo lo que se movía. En total, en esa noche terrible mataron a 43 personas y quedaron heridas otras 45. Unos años atrás la guerrilla se había tomado otro municipio vecino dejando otro saldo parecido. Y a comienzos de los 90, unos sicarios movilizados en motos atacaron a tiros a mi amigo, el escritor y periodista del diario El Espectador, Julio Daniel Chaparro y su fotógrafo. Ambos murieron mientras se tomaban una gaseosa en una heladería que hay justamente al lado del hotel donde me alojé. La muerte de esos dos comunicadores fue un escándalo que dio la vuelta al mundo. Y nada más, luego el olvido que reaparece cuando uno se encuentra con esta geografía nacional de la memoria. Habían llegado para investigar unas muertes y se encontraron con la de ellos, pero no pudieron contarla.
A las seis de la tarde, el pueblo es un caos de calor, música de carrilera, motos que van a toda velocidad por la calle principal, buses de línea que embisten y frenan como locos. Así llegué al hotel, un espacio que contradecía el mundo real de afuera: el recepcionista me entrega una tarjeta al estilo de un hotel cinco estrellas; la habitación es un bello y discreto espacio con internet inalámbrico, escritorio, excelentes baños y un sistema electrónico que regula, con la tarjeta, cualquier malgasto de luz. Le pregunté quiénes habían construido el hotel y me respondió con orgullo: “empresarios nuestros que quieren comenzar a cambiar la imagen del pueblo”. De igual manera la comida era un placer para los sentidos.

La gente, como el paisaje, es bella, recia y con ideas por una vida mejor. Eso lo supe al otro día cuando comenzamos los talleres de Comunicación y Educación Legal con periodistas y directores de las casas de Justicia del Nordeste antioqueño y el Bajo Cauca. A diferencia del esquema cultural imperante de la minería (el macho que trae plata y vive al día, la mujer incapaz de desarrollar su propia historia y el niño “empresario” en minas de oro), durante los talleres nos encontramos con jóvenes emprendedores, educados, con visión de futuro; con padres de familia apostándole a otra forma de vida y profesores haciéndose preguntas para mejorar la vida sobre la base del derecho.

Vale la pena pensar en estas iniciativas como aportes a la paz y la construcción de nación. Más que elaborar un proyecto aislado, la idea es pensar y construir con las capacidades humanas de cada región.

Se trata de revisar en primera instancia cuál es el grado de credibilidad que tienen las organizaciones y las instituciones, cómo se relacionan entre sí y cual es el grado de confianza que ellas generan. A partir de estos datos recopilados entre todos (los funcionarios municipales que asisten, las emisoras, las ong, los colegios, las casas de justicia, las iglesias, los agricultores, etc.), se comienza a revisar cómo está la región en materia de derechos: a la educación, la salud, el respeto por la infancia, la comunicación, el medioambiente, etc. A partir de estos dos grandes bancos de información comenzamos a hacer un cruce que nos permitirá construir, mediante una metodología participativa, el proyecto comunicativo cultural. Para fines de febrero del año 2009 se espera haber construido y emitido 16 programas radiales en los cinco municipios involucrados, junto con espacios de debate con la comunidad alrededor del tema de los derechos desde las Casas de Justicia y las Alcaldías municipales al mismo tiempo que se debe tener un plan de acción a tres años con la comunidad.

Esta red viene creciendo y multiplicándose de tiempo atrás con diferentes instituciones y en estrategias diversas. En la costa Caribe, Cauca, Boyacá, Nariño, Putumayo, Cundinamarca, Meta y Santander se avanzó en la consolidación de un diagnostico de las radios comunitarias, en Antioquia el enfoque nos habla de alianzas entre las emisoras comunitarias y las Casas de Justicia o Comisarías de Familia. Allí intervienen concejales, secretarios de despacho, abogados de la comisaría, jóvenes, profesores, niños y padres de familia. Los talleres intentan construir una visión amplia de la región y de los derechos; los debates buscan los matices antes que el blanco y el negro definitivo; con el tema de las Casas de Justicia, se quiere llegar a través de programas radiales a que esta sea un espacio de construcción de ciudadanía, de información y mediación antes que un sitio donde solo se llegan a dirimir conflictos avanzados y de difícil resolución. Pero lo importante es que esos programas se están haciendo entre todos los involucrados, es decir la comunidad, dejando a un lado las fórmulas mágicas del algún mago parecido de la nada.

De igual manera es necesario revisar cómo se han construido estas alianzas para que las cosas se estén haciendo como se están haciendo. En primer lugar hay un punto de apoyo desde donde ese mundo comienza a moverse: la Fundación Colombia Multicolor es quien coordina estas iniciativas con aportes del Ministerio de Comunicaciones y la UNAD, para las radios comunitarias. Ahora en el nororiente antioqueño los aportes vienen de USAID y la Universidad Internacional de la Florida (FIU, por sus siglas en inglés). Sobre esa estructura de los donantes y directores académicos, hay una fuerte alianza con organizaciones y entidades en el país y el mundo que trabajan de manera seria y organizada en temas de comunicación y cultura: alcaldías, el Sistema informativo para la Paz (SIPAZ), organizaciones de la sociedad civil, AMARC (Asociación Mundial de Radios Comunitarias), proyectos regionales (como el proyecto de comunicación y paz del Nororiente Antioqueño), colectivos de comunicación y educación (la Escuela audiovisual de Belén de los Andaquies, Montes de María, Raíces Mágicas) artistas, escritores, periodistas, académicos y políticos. Todas estas personas y organizaciones han estado tejiendo una red de trabajos hacia un gran objetivo: comunidades capaces de crear contenidos desde el respeto a su derecho a la comunicación, al debate público y la construcción de una ciudadanía activa.

Más que una estructura hacia arriba o hacia abajo hay cruces horizontales a escala humana, hay trabajo, muchas veces silencioso, pero generoso; hay huellas de historias que van quedando o desapareciendo sobre la superficie de la vida, pero que están allí enviando señales, como escribiría John Berger: “Las huellas no son solo lo que queda cuando algo ha desaparecido, sino que también pueden ser las marcas de un proyecto, de algo que va a revelarse.”

Comentarios:

Ocaña aun no es plenamente protagonista de estas iniciativas post Laboratorio de Paz. Sin embargo consideramos que ya hay propuestas y acercamientos: desde comienzos de este año se han estado construyendo espacios de dialogo con la actual administración; de manera periódica hemos logrado socializar el proyecto RED DE COMUNIDADES DE APRENDIZAJE y su informe final publicado con el nombre de Escuelas para la Vida: del dicho al hecho. El proyecto, hay que decirlo siempre, hace parte de un proceso a gran escala que no se cierra con el informe técnico final con Acción Social y la Unión Europea. De igual manera, participamos con líderes y organizaciones en la formulación del Plan de Desarrollo Municipal y en muchas reuniones en las que la Alcaldía nos ha invitado. Luego del estudio del Plan de Desarrollo Municipal 2008- 2011 y a petición formal del Secretario de Gobierno hemos elaborado un borrador de proyecto enfocado a la construcción de una estrategia de cultura ciudadana donde intervendrían desde los secretarios de despacho hasta los ciudadanos de la calle.

Hace más de dos meses enviamos un primero borrador: La calle, imaginario de la ciudad: Mi cuerpo, tu cuerpo, nuestra ciudad Territorio de paz. Todavía no hay respuesta.
2008 © Benjamín Casadiego

Panaderos de las Palabras






A los viejos panaderos de la cuadra



De algunos muertos se habla bien.

Cuando alguien muere hay un ritual de encuentros con la memoria; se restituye la historia del que se fue como un tejido en la piel de los que se quedan. La familia del muerto se reúne y el muerto es el testigo de que esto ocurra, es el que nos ve y nos vigila. Solo que esos rituales ya no lo son tanto: antes había novenarios, ahora hay agendas rápidas, asépticas, sin café, sin caldos, sin chistes, sin recuerdos. El muerto muere de inmediato. Con estos cambios perdemos todos. Reconociendo la muerte podemos ver la vida, podemos entender el valor de la vida, de la memoria y del cuerpo.

En algunos momentos de la historia, las palabras se parecen a aquellos muertos que están en la memoria pero que son un estorbo para la vida real, para la vida de los vivos. Con esto quiero decirles que voy a hablar bien de la palabra; ¿y por qué? Porque la palabra está aquí con nosotros y es el centro de nuestra propuesta.

A partir de este convencimiento les contaré cómo con la palabra viva es posible pensar y construir un proyecto de paz en el municipio de Ocaña en el Norte de Santander; hablaré de la conversación y cómo conversando podemos llegar a acuerdos. Relataré entonces una experiencia compleja cruzada en cuatro líneas temáticas, tejida por una red invisible pero ahí presente, una red que debe hacernos sentir que algo está ocurriendo dentro. La RED DE COMUNIDADES DE APRENDIZAJE, un proyecto del II Laboratorio de Paz, es la punta de un hilo de algo que viene de lejos, desde la bruma de otras palabras, otros tiempos y otros espacios. Un proyecto construido con palabras y que cree en la palabra bien sazonada y bien adobada como el pan de nuestras viejas panaderías.

Cuando decimos “Se habla mucho” o “No más palabras, queremos acciones” o “Muchos talleres, pero de aquello nada”, estamos matando la palabra y con ella el pensamiento. Parece ser que la palabra es la culpable del subdesarrollo, de la mentira, de las incongruencias, de la pobreza. Todo eso es una burda mentira, un engaño; la verdad es que a más palabras, es decir a más debates, mejores y más serias acciones; con más palabras se puede alcanzar un desarrollo a escala humana, con más palabras seremos mejores políticos, mejores personas y mejores ciudadanos, porque la acción es confundida con ese pragmatismo silvestre que nos hace construir puentes donde hay un río seco producto de la insensata acción humana. Y aquí es pertinente recordar a Lyotard: “Transformar el mundo no significa hacer cualquier cosa. Si hay que transformar el mundo es porque hay en él una aspiración a otra cosa, es porque lo que le falta ya está allí, es porque su propia ausencia está presente ante él. Y eso es lo único que significa la famosa frase: La humanidad solo se plantea los problemas que está en condiciones de resolver”

Voy a compartirles que la palabra se necesita en su justa abundancia, pero no la palabra chatarra como la comida rápida, sino la palabra lenta, esa que se degusta con todo el tiempo del mundo mientras afuera pasa la tarde y llega la noche. Barthes lo decía de esta manera: “En materia de cocina es preciso que las cosas tengan el sabor de lo que son. En el orden del saber, para que las cosas se conviertan en lo que son, lo que han sido, hace falta este ingrediente: la sal de las palabras. Este gusto por la palabra es lo que torna profundo y fecundo el saber.”

Se necesita comer y se necesitan las palabras, jamás nos quejaremos porque haya abundancia de comida bien pensada, jamás una sociedad pensante se puede quejar de que haya palabras pensadas en demasía. Una hermana me decía que en Chicago se vende a buen precio el pan artesanal, hecho en hornos de ladrillo, dejado en reposo de un día para otro; a diferencia del pan industrial con sabor a químicos.

Las panaderías de las palabras, esas de horno de ladrillo deben estar abiertas y a la orden del público, pero hay que saber encontrarlas; las panaderías de las palabras, los restaurantes lentos de las palabras dejan en el aire olores de pensamiento y acción. Sin palabras no podemos pensar, sin palabras no podemos actuar. Es una insensatez decir “menos palabras más acción”, cuando la palabra es el cuerpo de la acción. Propongo entonces, como primera medida visitar a cuatro panaderos que nunca se conocieron personalmente, pero que nos dejaron un regalo muy importante: la confianza en la palabra, la buena sazón de la palabra y al dejarnos ese legado nos permitieron escribir y pensar sobre la paz y el conflicto; nos permitieron escribir y pensar proyectos como estos que hoy narramos.

Nabokov es uno de esos panaderos. Lo ubico aquí porque ha enseñado al proyecto el tesoro de tener una palabra en la maleta como se lleva la patria, la casa y la cultura; nos enseñó que algo central de nuestra pedagogía, el mapa, que es también tu mapa pero es diferente y que esa diferencia está en las palabras que llevamos dentro. Porque Nabokov cruzaba palabras de un idioma a otro, del ruso al inglés, del inglés al francés; las llevaba como se lleva a la amada a otra ciudad, a otro país, pasando furtivamente las fronteras de miedo, de desgano, de terror y una vez a salvo estaba allí su infancia, el idioma oculto, subterráneo, la vida, la memoria.

Baruch de Spinoza es otro. Lo recuerdo ahora porque en su monumental Tratado Teológico-político escrito en la Holanda calvinista del siglo XVII nos cuenta que las notas al margen del Pentateuco eran indicaciones para leer de otra manera las palabras que el tiempo había convertido en obscenas. Cada página tenía dos textos, uno de ellos estaba al margen y era precisamente la nota al margen la que era escuchada por los fieles. Palabras al margen como muchas veces nosotros tenemos que pronunciar para escondernos del miedo cotidiano; palabras que a veces se vuelven palabra íntima que está en la piel, en los correos, en las cartas, en el teléfono de la media noche. Spinoza con esa historia nos recuerda que nosotros, como los viejos tomos del Pentateuco, estamos hechos de notas al margen.

Hay otro panadero que murió joven: Lev Vigostky. Este hombre dijo, luego de haber escuchado atentamente a los niños: el pensamiento nace mediante la palabra. Luego dijo: El habla escrita es monólogo; es una conversación con una hoja de papel en blanco… Vigostky no fue psicólogo pero nos metió de cabeza en el mundo infantil de manera formal. Hijo de padres judíos rusos, filósofo y teatrero, aficionado a la literatura, tanto que sus obras están felizmente punteadas con citas de Tolstoi, Puskin, Cervantes y Shakespeare, nos conecta el habla infantil con el habla de la humanidad, nos pone a pensar en lo sistémico profundo. En el poco tiempo que vivió, en esa Rusia que negó su obra, nos dijo algo para pensar. Nos dijo que hay una etapa en la formación de conceptos del niño llamada pensamientos por complejos es decir el momento en que un niño comienza relacionar grupos de objetos por el color, la forma o el tamaño. La ruta de estos pensamientos es imprevisible como lo es la ruta de las palabras: el niño puede vincular aros con cuadrados por el color, gatos con perros por la forma redonda de la cabeza; Vigostky prueba esto con un ejemplo fascinante: “En ruso hay un término para decir ‘día y noche’, sutki. Originalmente, significaba una costura, la juntura de dos trozos de tela, algo cosido entre sí; después fue usado para cualquier juntura, por ejemplo, de dos muros de una casa, y por tanto una esquina; comenzó a usarse metafóricamente para el crepúsculo, ‘donde se encuentran el día y la noche’; después pasó a significar el tiempo desde un crepúsculo al siguiente, es decir, el actual sutki de 24 horas.” La primea palabra no tiene nada que ver con la última, pero si las vemos todas juntas notamos de inmediato su relación. Ese es el poder de lo sistémico.

Thomas Samuel Kuhn es el cuarto de mis panaderos. Este físico, filósofo e historiador norteamericano, nos habla de cambio de significado, es decir un cambio en el modo en que las palabras y las frases se relacionan con la naturaleza, un cambio en el modo en que se determinan los referentes. Kuhn nos dice que las revoluciones científicas cambian hasta el sentido de las palabras, la manera de vivir, de comunicarnos. Nos dice que esos cambios son tan complejos que afectan a más de una categoría y que esa clase de alteración es necesariamente holista. El lenguaje, nos recuerda, es una moneda de dos caras: una mira hacia fuera, al mundo; la otra hacia adentro, al reflejo del mundo. Nos dice que un estudiante en ciencias necesita de palabras para explicar la naturaleza, pero que esas palabras no le llegan si no conoce la naturaleza, es decir: hay que conocer el mundo para poder tener palabras que pronuncien el mundo.

Cuando leemos a esta gente nos sentimos felices de poder hablar y de tener tantas palabras; de saber que hay que meterse en el mundo para encontrar las palabras y ese meternos en el mundo nos hace universales, mayores de edad; al leerlos sabemos que hay vida e historia; hay una mesa bien servida, hay buenas panaderías con hornos de ladrillo para pensar en la globalización, en los tiempos, en los territorios y, por supuesto, en los silencios.

Ahora viene la otra cara de la moneda: ¿Cómo entonces construir esos hornos? ¿Cómo sentarnos a comer palabras en tranquilidad y agradecimiento? Es una cara de la moneda que mira hacia fuera y hacia dentro.
2008 © Benjamín Casadiego

lunes, 23 de febrero de 2009

Memoria de la arepa ocañera





La arepa ocañera tiene, entre algunas de sus particularidades, un pellejo y por allí se embute el relleno, por lo general de origen animal: queso, queso con mantequilla, aguacate con queso, revuelto de huevo con carne desmechada, barbatuscas, frijoles, espaguetis (con el perdón de los italianos, pero es una mezcla deliciosa), con pollo, con carne asada, pescado asado, ensalada con atún.

Los arrieros, los caminantes, los viandantes de antes llevaban arepas para sus largos viajes en mula. La arepa era muchas cosas a la vez: alimento, empaque, plato, servilleta, cuando las servilletas no existían. Algunos sociólogos de la comida se refieren a la hamburguesa como ese todo: es alimento y es utensilio y el último pedazo de pan funciona como servilleta. Tal cual la arepa, pero diferente.

El embutido de la arepa ha sido clave para la sobrevivencia de la humanidad. Marvin Harris relata los primeros viajes interoceánicos y describe el horror de las muertes carenciales: el escorbuto, el beriberi, la pelagra, entre otras, diezmaban a los tripulantes de esos barcos. La razón: no había equilibrio entre vitaminas, minerales o aminoácidos. Pensar que una simple arepa con un delicioso embutido de ensalada de atún hubiera salvado de la muerte a muchos de esos intrépidos marineros.

Durante buena parte del siglo XX la arepa se elaboró de la siguiente manera: el maíz blanco se ponía a cocinar por horas, se molía en piedra (posteriormente en molino manual Corona y ahora en molino eléctrico), luego se amasaba y redondeaba la arepa, se ponía en fogón de leña sobre un tiesto de barro que tenía una hoja de plátano encima para darle un sabor perfecto: la cara que se colocaba primero duraba menos tiempo en el fuego que la segunda cara, ¿por qué? Porque la primera cara es la que se va a asar y es la que suelta el pellejo, señal de identidad de la arepa ocañera. Esto es difícil de escribir, pero manejable a la hora de hacer prácticas.

Hasta los años 70 los fogones eran de leña y alrededor había unas piedras donde se colocaban las arepas una vez pasaban por el tiesto, esa distancia entre el fuego y la piedra hacía las veces de horno, en ese momento nace el pellejo de la arepa, donde va el relleno.

Todavía se hacen arepas en fogón de leña, con maíz pilao y hojas de plátano. El olor de esas arepas es verdaderamente indescriptible, es una mezcla de humo de leña, hoja de plátano tostada, maíz blanco. Es de naturaleza salvaje, se comen casi solas.

Las tecnologías transformaron los procedimientos: el gas propano, la estufa, el maíz precocido que vino de Venezuela, la parrilla de hojalata sucedió a la piedra al lado del fogón, el tiesto de barro se cambió por el sartén de teflón.

Interior de un taller de arepas en el siglo XXI

Suena como a Ray Bradbury pero no, es el mismo ritual de hace siglos. Desde hace años venimos compartiendo un ritual excepcional: el de hacer arepas ocañeras para encontrarnos. Este fin de semana hicimos uno de esos talleres en Bogotá para celebrar la llegada de Ricardo y familia.

Como profesor invitado pienso que soy el profesor del día después, como las pastillas anticonceptivas. Después de la clase es que me acuerdo de la clase que debí haber dictado. Así pues, siguiendo la tradición me puse a pensar durante el viaje de regreso en lo que cada uno de los participantes hizo y las enseñanzas que dejó cada una de las acciones. Aquí van algunos comentarios:

Un alumno inquieto como Mauricio no se conformó con una sola arepa sino que pensó en la multiplicación de la arepa en un solo sartén o tiesto. Hizo dos pequeñas y las puso a asar, yo le advertí que el problema de dos arepas en un tiesto era la dificultad para voltearla, a lo que él de inmediato encontró la solución: con una espátula de plástico que encontró de casualidad a la mano (un milagro porque en esa cocina no se encontraba nada), me demostró que la arepa se podía voltear de manera eficiente y sin tanta tradición. Un duro golpe para el profesor que no encontraba como rebatir esa nueva de-generación de arepas que se veía venir de manera amenazante. Parte de las razones me las dio la parrilla, pues con las dos arepas asándose al mismo tiempo, una terminó chamuscándose en el borde. Lo confieso sin vergüenza: dejé adrede que se quemara la punta para poder mostrar a los estudiantes por qué no era conveniente asar dos arepas en un mismo tiesto. La tradición es perversa.

De este error de procedimiento salen algunas lecciones en cuanto a la identidad de la arepa ocañera:

Hay muchos dichos populares pero faltan todavía más, es decir todavía no están dichos todos los dichos. Entre los dichos o refranes populares está este: Cada día trae su afán. Dentro de los dichos que falta por hacer y que de inmediato propongo a consideración de la memoria popular es este: Cada arepa con su tiesto.

Me hubiera gustado que mis estudiantes del curso avanzado estuvieran aquí ahora y no allá ahora para compartir mi análisis de la jornada con ese refrán recién salido del fogón: Cada arepa con su tiesto. Allí está resumida la morfología de la arepa ocañera: ésta tiene que ser redonda, del tamaño de un plato llano o de un tiesto, no tiene sal porque el embutido ya lleva sal y debe tener un crujiente pellejo. Un alumno precoz como Mauricio hubiera podido seguir haciendo arepas de todos los tamaños y formas hasta el infinito, pero eso hubiera significado el fin de la arepa ocañera. (Antes había unos enormes tiestos donde cabían dos o tres arepas del tamaño de un plato plano, pero se ponían a asar de manera individual en las piedras que rodeaban el fogón).

Pensando un poco en la identidad de la arepa, yo me permitiría traer a cuento algo que una vez dijo Ricardo en uno de sus primeros cursos de arepas. Él nos contó que en Centro América había una tradición indígena alrededor del pellejo de la arepa: cuando a una muchacha núbil se le encargaba la elaboración de la arepa había la creencia de que si salía pellejo era casadera y tendría un matrimonio feliz con hijos y todo, si no salía pellejo era muy probable que la muchacha iba a tener problemas para encontrar marido. Esa tradición la he incorporado en la costumbre nuestra de las arepas y me parece un juego perfecto cuando un grupo de amigos y amigas se reúnen a hacer arepas.

Durante el curso noté que las arepas no tuvieron ese pellejo clásico o si lo tuvieron fue gracias a la ayuda del cuchillo. Como buen profesor no alerté de esta anomalía pues corría el riesgo de ser mirado con desconfianza por los estudiantes, pero por supuesto me puso a pensar en el procedimiento y en el mito. Pensé en el fuego, en el clima y en la masa. Pensé en que los participantes ya no eran ni casaderos ni casaderas, pensé en que tal vez los participantes estaban más allá o más acá del matrimonio. Solo una arepa tuvo el pellejo que se sopló como un globo, fue la arepa que hizo Mary, nuestra estudiante extranjera y a punto de contraer nupcias con Ricardo. Le señalé emocionado el suceso pero no me entendió (no sabía decirle en español: mirá ve se le sopló el pellejo a tu arepa; y en inglés pensé en una canción de Bob Dylan que tampoco pude ponerme a cantar no fuera a ser que soltara la risa y allí sí el curso hubiera perdido la seriedad requerida). No se dio cuenta, pero a ella fue la única que se le sopló el pellejo de la arepa. Uno no sabe como Ricardo va traducir todo esto de manera que suene civilizado. Así que de parte de los mitos y los dioses del maíz, del aguacate y del queso, ese matrimonio tiene los augures de los dioses de la tierra.

Después de las arepas salimos a caminar por Bogotá con el grupo de talleristas en domingo: montarnos como pandillas en el trasmilenio, descubrir nuestro rico pasado en el Museo del Oro, caminar por la Candelaria, almorzar felices en un restaurante que colapsó con semejante grupo de comensales, el tradicional tinto Juan Valdés, la visita al museo Botero, la obleas, el encuentro con Jota, gran degustador de la arepa ocañera.

Esa caminata hasta el atardecer me sirvió para pensar en los estudiantes y en cómo los juntaría para el próximo taller. Este es mi análisis:

Mauricio y Filippo irían muy bien en un equipo, terminarían sacando de las casillas al profesor y haciendo solos su clase, pero sin ellos la clase sería tan aburrida como una arepa sin pellejo. Irene y Tomás irían en otro equipo pues les gusta la arepa sola (por ahí Irene dejó media arepa encima de su cama); Salomé y Filippo irían en equipos de comearepas con gana, serán arepodependientes en el futuro, como algunos sicólogos y sociólogos locales definen ese mal; Mateo iría con todos los de la arepa con queso, sin nada más o por lo menos sin aguacate; Mary y Mónica irían en los equipos que hacen y comen las arepas con todos los rellenos, pero ambas tienen la responsabilidad de ser las herederas y trasmisoras de la auténtica arepa ocañera; Ricardo y Jota irían en los equipos que ya han superado la manufactura y se dedican a disfrutar de las arepas como Dios manda, (Ricardo ya ha hecho varios cursos pero llama la atención que Mary le hubiera dicho en medio del taller: “A vos no te quedan como éstas”, algo que merecerá un detenido análisis de los talleristas, les queda como tarea). Otro sub grupo lo conformarían los dueños de “esos apuntes graciosos”, que son el martirio para cualquier profesor. Veo allí de nuevo a Jota, Mauricio, Ricardo, Mónica, (Adrián es perfecto en este grupo, a pesar de no haber estado aun en estos talleres anuales), el profesor podría caber en ese grupo, pero tiene la desgracia de ser el profesor. Así que en determinado momento el profesor decidirá entrar a cualquiera de esos grupos para ser una persona común y corriente dentro de esa ralea de talleristas.

La arepa se come bien en la mañana y en la tarde. Antes, las cocinas eran lo suficientemente amplias como para que los campesinos se reunieran y hablaran mientras las arepas se iban haciendo. Yo recomiendo la arepa al atardecer como parte de un ritual de conversación. Nada hay tan bueno como hacer arepas en la noche, con café, pero también funciona con vino o cerveza, mientras se nos va la noche en la cocina y las arepas van saliendo calientes del fogón y las vamos comiendo como Dios manda, rellenas de lo que queramos, mientras la música, la buena conversa, los poemas acercan a los amigos y los corazones.

Geertz relata un cuento de la India: el mundo descansa sobre una plataforma, la cual está apoyada en el lomo de un elefante el cual a su vez se sostiene sobre el lomo de una tortuga. ¿Y la tortuga? La tortuga sobre otra tortuga y así hasta el infinito, pues después de esa tortuga son todas las tortugas. Decidiremos si nos ponemos a encontrar el fondo imposible o miramos la superficie posible. Eso es en últimas: la amistad y sus rituales para que la amistad se alimente. Ya no estamos en un barco cargado de hambrientos atravesando el estrecho de Magallanes; ahora la arepa hace parte de esos momentos con amigos, es el pretexto para alimentar el espíritu. Podemos ahondar en muchas interpretaciones, en definitiva es ese momento que está allí cargado de emociones profundas pero en la superficie de nuestras vidas y las culturas. Eso que nos hace seres humanos. Esa era la idea de ese taller de arepas programado para ese domingo de febrero en la mañana: teníamos muchas alegrías y silencios en medio de una arepa caliente.
2009 © Benjamín Casadiego

Mirada en primer plano






Los rituales de hoy vistos desde los símbolos del pasado. Un ejercicio de observación desde Calvino, Arendt y Savater en la posesión de Obama.




Esta tierra fue nuestra
antes de ser nosotros de esta tierra.
Fue nuestra más de un siglo
antes de convertirnos en su gente.
Fue nuestra en Massachusetts, en Virginia,
pero éramos colonos de Inglaterra,
poseyendo una cosas que aún no nos poseían,
poseídos de aquello que ya no poseíamos.
Algo que nos negábamos a dar gastaba nuestra fuerza,
hasta entender que ese algo fuimos nosotros mismos,
que no nos entregábamos al suelo en que vivíamos,
y desde aquel instante fue nuestra salvación el entregarnos.

Robert Frost, en la ceremonia de posesión de John F. Kennedy



Hay un tránsito entre el adentro y el mundo exterior, el paso de lo privado a lo publico, hay una división entre esos dos mundos. La puerta es de vidrio y uno puede ver los reflejos de lo que sucede al interior, vagas formas que se mueven y avanzan, pero el vidrio insinúa también el exterior donde se alcanzan a ver jirones de la ciudad y de la multitud que aparece y desparece en el reflejo de los cristales. Esa imbricación, esa doble mirada, ese doble relato posee una fuerza simbólica tremenda. Así es que cuando la puerta se abre una multitud que se extiende hasta el horizonte se cimbrea en una algarabía reverencial, suena la música y se elevan al cielo miles de globos bancos, rojos y azules. Un hombre con paso lento, tranquilo y firme acaba de traspasar el umbral que separaba la casa, (lo íntimo), hacia un espacio abierto que es la ciudad, el país, (lo público). Dos guardias alzan lentamente el brazo y se colocan en posición de firmes para sellar ese momento.

Guardadas las proporciones es la salida del toro al ruedo de la plaza de toros, una imagen a la que volveremos a recurrir más adelante.

El hombre de casa ha dado paso al político; es el político quien acaba de salir de su hogar para desarrollar la vida pública, es la representación del héroe que, para erigirse como tal, debe salir, pues dentro, como padre de familia omnipotente, no hay espacio para realizar los proyectos de ciudad, pero sobre todo porque la casa no está constituida por seres libres, como en la ciudad. Familia significaba en griego servidumbre.

La puerta transparente conecta el mundo exterior con el interior, esa transparencia nos da idea de que ya una vez el hombre se hace público la intimidad se hace pública también, los guardias que están en la puerta son los terribles guardianes que en la antigüedad protegían la puerta de entrada a la casa, pues por esa puerta podían pasar solo los seres limpios: para los muertos estaba reservada otra salida, lo mismo para las mujeres durante el periodo menstrual.

El paso de la casa a la ciudad, de lo privado a lo público se da de una manera pausada, como si el tiempo se hubiera detenido. Vemos el lento gesto de los guardias al levantar el brazo para hacer el saludo, el pausado caminar del Presidente antes de enfrentar la gente y por último vemos más tarde una lentísima caravana que avanza a la velocidad de una persona a pie por la Avenida Pensilvania. Es decir todo volvió por ese momento a la medida humana: el paso de un peatón. Una amiga me decía que ella veía esa evidente lentitud como una señal de que en ese momento los dioses habían detenido el tiempo para que se diferenciara ese día de los otros, ese día en que el héroe salía de casa hacia la ciudad. Para que el momento no se olvidara y aquello quedara en la retina.

Además de toda esa simbología ancestral, estaban otros elementos que daban significado a la escena, a eso a lo que el héroe se iba a enfrentar. El sacerdote que bendecía el momento, el juez que iba a ser el garante ante el pueblo que el héroe iba a cumplir lo prometido, el himno de la nación, el pueblo como testigo. Dos elementos más que en esa posesión no pasaron a un segundo plano y que se desarrollaron sin estar abajo o arriba sino en un todo: la música y la poesía. La música nos abría hacia un espacio de tranquilo placer y esperanza, la poesía nos ponía a pensar en la vida cotidiana de una ciudad, no en esa estructura férrea de un estado, sino en el personaje de la calle que coge el bus, hace comida, se dispone a dictar una clase, etc. Ese espacio entre los divino y lo terrenal lo marcó la música y la poesía. Ese “zaguán”, para seguir pensando en la casa, significaba el sentido de una nación, constituida con palabras, música, arte, mitos, creencias y pasiones humanas. Pocos políticos tienen esta capacidad de dar valor simbólico a eso que llamamos nación. En Estados Unidos esto se ha acostumbrado de manera intermitente desde la posesión de John Kennedy, cuando Robert Frost de 86 años y enceguecido por el resplandor del sol recitó de memoria: "The land was ours before we were the land's"

Una vez concluida la ceremonia, un hombre debe regresar a casa, entonces el héroe lleva a su antecesor hasta la puerta de la ciudad libre y lo despide. Al atardecer G. Bush, ya al abrigo de su casa, dice con esa mezcla jactancia y sencillez que lo caracterizan: qué bueno es regresar a casa. Uno a veces piensa que algunos héroes no deberían salir de casa jamás, pero eso al parecer no hace parte de los designios humanos y no está en manos de una fuerza más o menos controlable. Allí interviene el hado, que puede ser una fatalidad o una bendición.

Aquí retomamos la simbología de la plaza de toros. El héroe como el toro, salen a la plaza; uno a la plaza pública, el otro al ruedo. Desde que el toro entra al ruedo comienza a recibir entre la algarabía del público, señales claras que hacen parte del espectáculo: banderillas, picadores, capotazos, espada y puntillero. Algunas veces el toro ha dado tan buena corrida que se le indulta. Algo parecido ocurre en la vida pública: Al final de la corrida puede que al político que ha logrado convencer al pueblo se le indulte y se reelija de nuevo, sin embargo tarde o temprano caerá derrotado en la arena adivinando la sombra de un puntillero que dará fin a la corrida; por algo en la antigüedad el político tenía aura de héroe, porque los monstruos a los que se iba a enfrentar eran temibles.

El toro es arrastrado muerto mientras que una nueva res espera en la puerta de chiqueros. El toro muerto es apenas la señal de que la fiesta se realizó de acuerdo a los cánones, después vendrán los areneros que se encargarán de poner a disposición el ruedo para el siguiente toro, cambia el espectáculo pero la simbología permanece incólume, como parte de la fuerza de la tradición y la memoria. Pensemos que las palabras y las analogías no son casuales: en la vida pública se habla de la arena política al espacio donde los políticos se mueven y realizan sus proyectos.

Pero, por supuesto, la comparación no puede ir más lejos: la plaza pública no es una plaza de toros. Mientras el toro y el torero se lidian a muerte en solitario, en la plaza pública se han dispuesto recursos de participación como en una obra de teatro: hay un coro que representa al pueblo y su función es que el héroe se contenga, que escuche recomendaciones, que llegue a acuerdos y sea moderado con sus pasiones de soberbia. Cuando esto no se logra, la tragedia acaba en desastre. La gracia del teatro, dice Savater, es que nace como instrumento de reflexión democrática, de pensamiento sobre la ciudad y el país que debe ser capaz de gobernarse a sí mismo más allá de dioses y demonios.

Ese hombre espigado y moreno, con pinta de atleta, de rostro tranquilo, poseedor de facultades lejanas para el baile, editor de The Harvard Law Review en tiempos de estudiante, fumador de cigarrillo y alguna vez de marihuana (le preguntaron si la había aspirado y respondió con obviedad: ¿y no era esa la idea?), ese es el hombre que acaba de traspasar el umbral de la casa, teniendo hacia el horizonte la visual de todo un país multicolor y expectante. Ese hombre ha dicho algunas palabras, que pronunciadas desde la investidura del político y siguiendo la ruta de los antiguos, significan la ruta de un proyecto:

Hoy nos reunimos porque hemos elegido la esperanza sobre el temor, la unidad de propósitos sobre el conflicto y la discordia. Hoy hemos venido a proclamar el fin de las quejas mezquinas y las falsas promesas, de las recriminaciones y los dogmas caducos que durante demasiado tiempo han estrangulado a nuestra política.Seguimos siendo una nación joven, pero, según las palabras de las Escrituras, ha llegado el momento de dejar de lado los infantilismos.

La cuestión para nosotros tampoco es si el mercado es una fuerza del bien o del mal. Su poder para generar riqueza y expandir la libertad no tiene rival, pero esta crisis nos ha recordado a todos que sin vigilancia, el mercado puede descontrolarse y que una nación no puede prosperar durante mucho tiempo si favorece sólo a los ricos.

Nuestros desafíos podrán ser nuevos. Las herramientas con que los hacemos frente podrán ser nuevas. Pero esos valores sobre los que depende nuestro éxito - el trabajo duro y la honestidad, la valentía y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo - esas cosas son viejas.
La simbología hasta aquí ha sido perfecta. La esperanza hasta este momento está intacta. Pero nadie, a excepción de los dioses, conoce el albur de un hombre cuando este decide traspasar el umbral de su casa.
2009 © Benjamín Casadiego

La Feria del Libro en Ocaña





El arte de ser anfitriones y huéspedes



¿Quién llega? ¿Quién acoge?¿Quién es anfitrión? ¿Quién es huésped?¿Cómo quitarme este sentimiento de extrañeza que me embarga, aúnsabiéndomeen casa?O cierta felicidad cuando me mudo de ella.De alguna manera todos somos extranjeros. Algunas veces anfitrión.Algunas veces huésped. (Anfitrión y Huésped, Aníbal Rodríguez Silva)


Por invitación de Alfredo Rubio, mi consultor en muestras de cine, llegué como un peregrino hasta la Feria de Libro de Ocaña. Él venía de Cúcuta y yo iba desde Ocaña. La Feria era en Ocaña.

Una feria es encuentro entre culturas, intercambio de chismes, saberes y productos. Debate entre vendedores y compradores para mostrar las más diversas mercancías, como dice el diccionario. La Feria del libro en Ocaña tuvo algunos de esos ingredientes y ante todo fue un gran momento para la ciudad. Aquí hubo recitales, cine, presentación de libros, homenajes merecidos, bohemias y abrazos de bienvenida y de despedida. El día que fui la gente estaba como de fiesta; era domingo por lo tanto había pocos autos en la calles, muchos niños colgados de las manos de los papás, ciclovías, helados; paseantes, lectores de prensa, bebedores de café y cerveza. Luego el remolino de las librerías. El recinto de la Feria estaba ubicada en el antiguo seminario del Dulce Nombre que escrito suena muy diferente a como suena para nosotros: lacalledeldulcenombre. Y adentro el encanto de los libros y el encuentro con amigos que veía por primera vez en mi vida; fue un gusto ir con Filippo y que él encontrara el libro que desde hacía rato quería que lo leyeran sus ojos: Las Crónicas de Narnia. Luego la fiesta de ese domingo que siguió hasta la noche con tanto énfasis que no nos dimos cuenta del aguacero y las inundaciones.

Mi apreciación como ciudadano participativo y hedonista: sentí que en la ciudad no fuimos anfitriones de la feria. Es decir anfitriones en el sentido serio de la palabra: de ser huéspedes y anfitriones al mismo tiempo.

Porque para ser anfitrión hay que habitar la casa y este caso, en una feria del libro, la casa es construida de palabras y allí me atrevo a decir no estaban los constructores de esa casa. Y si no construimos no habitamos, como diría Heidegger. Llamó la atención que en el recital de poseía no estuvieran esos maestros de obras de nuestras habitaciones o cuevas de la palabra para dar la bienvenida a los colegas en un intercambio de mercancías: ¿dónde estaban?

Eso llamó la atención. Primera señal rara. Y luego la segunda:

Era curioso que los talleres de creación literaria ya estuvieran conformados en un solo paquete traído de Cúcuta. Eso está perfecto y bienvenidos sean, pero queda la sensación de que aquí en la ciudad no hubiera trabajo en talleres, tradición pedagógica, productos nuestros. Bienvenidos los intercambios culturales pero que sean de verdad: en la ciudad hay anfitriones en pedagogía infantil y no meros espectadores de la sabiduría o las burradas ajenas, que también son las propias. Aquí resuenan las palabras de Mahatma Gandhi que invitan a globalizaciones sin pérdida del rostro humano: “No quiero mi casa amurallada por todos lados ni ventanas selladas. Yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi hogar tan libremente como sea posible, pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas”.

Estamos a favor de los vientos nuevos y renovadores, pero que esos vientos se crucen, se revuelquen y nos despeinen a todos y todas. Estamos a favor de las puertas abiertas, pero no que se nos cierren en las narices de nuestra propia casa.

Por demás está decir que no hubo invitaciones formales y que la programación fue un fantasma viviente como en el día de las brujas, es decir no hubo un correo electrónico donde se informara el día a día de las actividades, máxime cuando tenemos que soportar invasiones masivas de forwards que no dicen nada. Gracias a eso nos perdimos algunas conferencias imperdibles, como la de Renzo Said que después no pudo repetírmela por más que intentó.

Lo complicado de todo esto es que la ciudad había abierto las puertas y era gente de la casa (gente del vecindario) quienes convocaban.

Me atrevo a decir que a esto le faltó una curaduría experta que revisara contenidos, públicos, memorias, agendas futuras entre profesores, poetas, historiadores, artistas; faltó la formalidad de enviar cartas de invitación, programación; faltó una voz que dijera esto va por acá y aquello por allá y faltó equidad.

Y la falta de equidad nos golpea a todos por igual, por eso debemos decir como anfitriones que no lo fuimos: lo lamentamos por los huéspedes que vinieron de tan lejos y se encontraron con una ciudad sin creadores, sin pedagogos, sin poetas de verdad buscadores de la palabra, como los excelentes que hay por acá y no meros declamadores trasnochados.

Queda, eso sí, el placer de nuevos amigos como sentido final de una feria: encuentro, progreso y chisme. Hasta el año próximo. Sea donde sea, tendremos zapatos nuevos para llegar a tiempo.


Mis antepasados caminan libremente por la casa.Yo puedo verlos. De algunos no se ni siquiera sus nombres.Ellos habitaban la casa antes que yo y seguramente vivirán allí despuésdemi muerte.¿Quién es el verdadero dueño de la casa? A veces me pregunto.
2009 © Benjamín Casadiego

Comidas y abrazos











Este sábado 27 de diciembre hicimos en la Casa del General Garay una tamalada para despedir el año. Hubo un resumen perfecto de la culinaria de estas fiestas: sabajón, conservas, buñuelos, tamales y otras delicias navideñas, además del fogón de leña. Todo hecho en casa, como manda la costumbre: hacer entre todos. Asistieron familiares y amigos de Raíces Mágicas. Intercambiamos regalos, tortas, vinos, tragos, abrazos, bailes, música de todo el mundo (desde los porros de Lucho Bermúdez, los cantos de Totó la Momposina, los vallenatos de Alfredo Gutiérrez hasta jazz y sonatas medievales); pensamos en todos los que no pudieron llegar a la cita y los que estaban ausentes por la física lejanía.

Con este encuentro terminamos un año lleno de trabajo, aprendizajes y aventuras que nos conectan hacia un 2009 como continuidad de un proyecto regional en educación y cultura. El 31 esperamos encontrarnos en una cena virtual con amigos queridos en Lima, Seattle, Bogota, Mérida, Cali, Republica Dominicana, Cúcuta, Ocaña, Sudáfrica, Paris, Buenos Aires, Barcelona, Valencia, Zurich, Bucaramanga, San José de Costa Rica, Florencia (Caquetá), Chicago, Ciudad de Méjico, Trujillo (Venezuela), Cartagena, Belén de los Andaquies, Neiva, Ottawa. Ese día, antes de la cena, vamos a pensar en todos esos amigos y amigas que quisiéramos tener en nuestra mesa y con los presentes vamos a darnos fuerzas para continuar el camino. Ustedes hacen parte de esos amigos cercanos y lejanos que están aquí en nuestros corazones.