lunes, 20 de abril de 2009

El color del blanco




I

El color estaba allí, con un mensaje lejano desde el comienzo de los tiempos. Creíamos que el blanco había pintado el pasado, pero no. Estaban todos los colores, como el mundo. Pero si bien el mundo tenía colores desde siempre, no lo tenía la historia y la memoria. Para la memoria y para la historia, el mundo no tuvo colores sino desde el Renacimiento. Si buscamos una época de arrogancia allí la tenemos en todo su colorido.

Luego fueron apareciendo pistas y el misterio finalmente fue resuelto: Hacia finales de la década de 1860, el pintor anglo holandés Lawrence Alma-Tadena expuso un pequeño cuadro, Fidias y el Friso del Partenón, en el que se muestra al artista, no como el gran escultor de la antigüedad, sino como un pintor, dando los últimos retoques a la rica policromía del relieve, las intensas carnaciones del jinete situado sobre un fondo del más intenso azul.

Ese fue el punto donde el pasado en blanco y negro, como nuestros sueños, comenzó a verse en colores: Alma-Tadena reconstruyó el tiempo clásico, sus vivos cromatismos y se hizo famoso por sus cuidadosas reconstrucciones: esta temprana aparición de una paleta multicolor precisamente cuando se pensaba (otra vez desde el Renacimiento) que la deslumbrante pureza del mármol blanco era una de las más notables características del arte antiguo.

Y ese, al parecer, fue el detonante para repensar los sagrados colores de la antigüedad, comenzamos a imaginarnos todo coloreado: las paredes blancas de las viejas iglesias, los santos de yeso, los frontis de cal, los de cal y canto, los alto relieves y los bajo relieves.

Por supuesto, no hay aquí una unidad, pero vista a la distancia se ve un sentido disperso. Los artistas se empezaron a imaginar otros colores. Picasso pintó con otros tonos las Meninas de Velásquez, se refugió en el arte primitivo buscando más colores y en el Timeo de Plantón para encontrar las aristas de sus cubos en azul o en rosa, Beatriz Gonzáles en Colombia repintó los próceres y los presidentes, esculcó los baúles y las viejas maletas de cuero que se enmohecían en nuestros desvanes y Andy Wharol pintó los potes de sopas Campbells para indicarnos que hacía rato se habían cerrado la puerta del arte religioso y que en lugar de ello estaba otra religión: la del consumo.

Pues bien, si allí iban los audaces, los pintores del siglo XX, atrás venían los más tímidos, los que estaban a la vera del camino sin prestarle mucha atención a la explosión del arte pop y que se dedicaban con brochas y vinilos a retocar santos e imágenes sacras. Algo, una señal venida desde el inconsciente colectivo, ese que según Jung, contendría 'arquetipos', imágenes primitivas, primordiales, les dijo a esos pintores artesanos que todo objeto humano debía tener algún color, como lo cocido lleva color y especias, como los cosméticos ponen armonía a un rostro.

Las ideas y los cables se cruzaron desde entonces. Ahora vemos un busto de Bolívar con patillas largas y pensamos: eso parece pintado por Beatriz Gonzáles, luego vemos un Bolívar con largas patillas en el Museo Nacional y suspiramos: aquello parece pintado por los estudiantes de 11 grado de un colegio de la costa. Pero ese es otro cuento.

II

Madrugada. Es la dura subida al Santuario del Agua de la Virgen, uno de los sitios tradicionales de la fe católica en Ocaña. Allí, entre el frío, la niebla, el murmullo del amanecer, los pájaros y el canto de los gallos están cada uno de los misterios en antiguo yeso blanco que de trecho en trecho nos llevan hasta el santuario. Los fieles se detienen y rezan brevemente ante el misterio, tocan el yeso y siguen; los caminantes y deportistas pasan de largo sin detenerse hasta coronar la cima. ¿Quién mira? ¿Quién es mirado?

Pienso en eso. A veces me detengo a mirar esos yesos delicadamente pintados con ingenuidad artística, me acerco a ellos casi con lupa, los fotografío y me sonrío (a veces suelto la carcajada, estaré loco, dirá cualquier desprevenido caminante). Me encanta ver los amarillos, azules, verdes y marrones de la Anunciación, la expresión contenida de la Virgen, casi orgullosa, ante la llegada del Arcángel, como diciendo, ¿y a este qué bicho le picó? Sigo el camino, un poco más arriba está el rostro aburrido de San José en el Nacimiento y el niño, un matachito por ahí como colocado en medio de ambos. Hay algunos que parecieran estar posando a una cámara, o mirándonos a nosotros, como el Centurión romano que le está colocando la corona de espinas a Jesús pero que nos mira con los ojos muy abiertos y una rara sonrisa, como si todo eso fuera un juego; está ese otro misterio llamado La cruz a Cuestas donde Jesús y su verdugo parecen estar ambos tan aburridos y molestos (no hay cansancio en la expresión, si podemos llamar a eso expresión) llevando la cruz: el verdugo, que no está cargando nada, parece más demacrado que Jesús. Más adelante en el ascenso, los dos ángeles de cabello amarillo y ojos azules que coronan el misterio llamado Visitación parecen recién acabados de pintar por un niño que se encontró con unos colores en el piso; la austera expresión de las dos mujeres en el cuadro, los labios cerrados, las largas pestañas, hermoso. Antes de emprender lo más empinado de la ruta se nos aparece de nuevo el niño Jesús, ya más grandecito. Está como una mancha amarilla en el misterio llamado La Presentación, una mancha que señala apenas el rubio de su cabello, una mancha jalada hacia arriba, como un joven punk o un niño recién levantado de la cama, lo mismo ocurre con el misterio llamado El Hallazgo, que está ya en la mitad de la cuesta más dura del Santuario: allí el niño ya mayor es un ráfaga de amarillo que se extiende más allá del yeso. En resumen, al niño le fue muy mal en estos misterios por lo pequeñito, por ser apenas un montículo en el yeso. Porque todo se pensó inicialmente para que fuera forma sin color.

Yo alcanzo a llegar hasta lo plano, hasta la casa donde siempre estaba sentado un anciano y corpulento ciego que miraba las transparencias del aire en la montaña; al lado de esa casa está la Crucifixión, un yeso que no representó grandes problemas formales para el anónimo pintor, solo que algunos fieles cuelgan flores sobre la cabeza, que con el tiempo se escurren, dando la sensación de una melena. El resto queda para nuestra imaginación y silencio.

A ese grupo de misterios y otros que he venido encontrando en otros espacios cultuales le he llamado Arte Sagrado Naif. Es la expresión y la historia del color donde antes había blanco sobre blanco, profundidad de blanco en el yeso sagrado.

III

“De modo que ‘nosotros’ (que ya hemos ‘atravesado la fantasía’) vemos que no hay nada allí donde la conciencia pensó que veía algo, pero nuestro conocimiento está ya medido por esta “visión” en la medida en que apunta al espacio vacío que hace que la ilusión sea posible.

Tras el velo de los fenómenos se oculta otra esencia trascendente.

En otras palabras, no hay nada tras la cortina, salvo el sujeto que ya la ha traspasado.

Y se ve que detrás del llamado telón, que debe cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver como para que haya detrás algo que pueda ser visto.

En otras palabras, en el nivel de la sustancia la apariencia es simplemente engañosa, nos ofrece una falsa imagen de la esencia; en tanto que en el nivel del sujeto, la apariencia engaña precisamente por la pretensión de engañar – por fin ya hay algo que ocultar."

Ladoslav Sizec, El sublime objeto de la ideología.

IV

Entrada de la catedral en Salazar de las Palmas. En el marco de la plaza principal de 89 palmeras hay dos iglesias. En la mitad hay un indio que mandaron a fabricar en Nueva York, por los resultados parece que allá sacaron de un deposito algo que consideraron era lo que en ese lejano pueblo de Sudamérica habían encargado: un apache, entendiendo que los indios de todo el mundo eran iguales, es decir apaches, con pantalones largos con tirillas en las bocamangas, hachuelas, elegante carcaj con flechas, y penacho de plumas. Caminamos por el medio de la plaza, entre palmeras, cruzamos la calle, ascendemos las gradas y nos encontramos con el arco de entrada a la iglesia: allí nos reciben yesos en tamaño mediano de los doce apóstoles. Mirados de cerca parecen un grupo de reflexivos viejos, tal vez un poco aburridos: Jesucristo que se sonríe a media cara como saliendo de un trago amargo. Luego sigue: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe de rostro chupado que nos mira con ojos perdidos, Bartolomé, Tomás, Mateo, Santiago el Menor, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote a quien se le olvidó todo. El final de una larga cena que parece haber durado siglos y siglos. Los colores contándonos otra historia, haciéndonos guiños desde sus veladuras.

IV

“En algún lugar del tiempo, más allá del tiempo, el mundo era gris. Gracias a los indios Ishir, que robaron los colores a los dioses, ahora el mundo resplandece; y los colores del mundo arden en los ojos que los miran.

Tigo Escobar acompañó a un equipo de la Televisión Española que vino al Chaco para filmar escenas de la vida cotidiana de los Ishir. Una niña indígena perseguía al director del equipo, silenciosa sombra pegada a su cuerpo, y lo miraba fijo en la cara, de muy cerca, como queriendo meterse en sus raros ojos azules.

El director recurrió a los buenos oficios de Ticio que conocía a la niña, y la muy curiosa le contestó:

- Yo quiero saber de qué color mira usted las cosas.
- Del mismo color que tú.
- ¿Y cómo sabe usted de qué color veo yo las cosas?”

Eduardo Geleano, Las Preguntas.