Prólogo al libro “Educación,
Filosofía e Historia” de Alonso Montagut Navas. Ediciones de la Escuela Normal Superior de Ocaña, 2008.
Hay una edad en la que se enseña lo que se sabe; pero inmediatamente viene otra en la que se enseña lo que no se sabe, eso se llama investigar. Quizás ahora arriba la edad de otra experiencia: la de desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado. Esta experiencia creo que tiene un nombre ilustre y pasado de moda, que osaré tomar aquí sin complejos, en la encrucijada misma de su etimología: Sapientia: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor.
Ronald Barthes, Lección inaugural.
Hay una edad en la que se enseña lo que se sabe; pero inmediatamente viene otra en la que se enseña lo que no se sabe, eso se llama investigar. Quizás ahora arriba la edad de otra experiencia: la de desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado. Esta experiencia creo que tiene un nombre ilustre y pasado de moda, que osaré tomar aquí sin complejos, en la encrucijada misma de su etimología: Sapientia: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor.
Ronald Barthes, Lección inaugural.
Hay un interrogante que Alonso Montagut se plantea en el primero de los nueve ensayos de su libro y es precisamente en torno al tipo de hombre y de sociedad que se quiere contribuir a formar desde la educación. Si bien el libro está dividido en tres partes, educación, filosofía e historia, la pregunta cruza todo el documento y nos lleva a pensar la educación como una responsabilidad de ciudadanos participativos y no un caso aislado en las aulas o en los búnker de los hacedores de políticas educativas. Visto desde esa perspectiva, el libro es una ventana al interior del aula y desde el aula es, a su vez, una mirada al mundo.
De allí que el comienzo de la respuesta a esa búsqueda del tipo de hombre y de sociedad debe comenzar por una revisión y definición de la didáctica que en resumen “apropia al docente de un conjunto de herramientas que posibilitan su quehacer y la adquisición de reglas para resolver problemas”; del maestro convertido en facilitador, “en catalizador del proceso de desarrollo de los educandos”, pues él, como se agrega más adelante, “más que preparar sus clases en términos tradicionales, organiza los contenidos de las asignaturas teniendo presente qué procesos cognitivos pueden implicar en el proceso de aprendizaje del educando, para trabajar en función de éstos.” Al ser facilitador el docente, en lugar de imponer una ruta de conocimiento autoritaria, es alguien que comienza a entender los ritmos, los tiempos y las necesidades del estudiante, pues tiene en su haber una pista sensata para alcanzar el acto poderoso de la comunicación: sabe cómo aprenden ellos. Así, pasa de ser un sabedor petulante a un investigador asombrado de sus dudas compartidas; alguien que escucha y danza con el otro para encontrar desde lo lúdico, la verdad, como el fin último de conocimiento, en el sentido de Popper, uno de los referentes del primer ensayo, junto con Gadamer.
Por allí vamos avanzando con señales precisas, hacia un reto que no es ni fácil, ni claro: un educador-facilitador que entiende que no está frente a seres vacíos que se deban llenar de conocimiento, sino que está interactuando horizontalmente con seres humanos que ya tienen saberes previos de los muchos mundos que habita y construye: la casa, el barrio, la ciudad, su imaginación, su historia personal. Si nos detenemos un momento vemos allí el germen de una revolución científica, recordando un poco a Kuhn, entonces ese primer movimiento genera otro, que puede ser un vacío para llenar, un reflujo, otro sentido. De allí que las evaluaciones, nos dice Alonso en el tercero de sus ensayos, evocando la Ley General de Educación (1994) en Colombia, “ya no se establecen como un saber retenido, sino como el construido dentro de los procesos de desarrollo de la persona”, teniendo en cuenta: “lo comunicativo, lo cognitivo, los corporal o biofísico, lo ético, actitudinal o emotivo, lo espiritual y lo estético”. Esto es: que la educación debe comenzar a verse “como una práctica pedagógica, comunicativa, intencionada, holística y cualitativa.”.
No es fácil este reto para nadie, ni mucho menos para un niño que viene de vivir jugando, como investigador nato que es y cree llegar a ese nuevo espacio, a ese mundo nuevo, a seguir jugando, a seguir construyendo sus reglas, su moral y su territorio. “Jugar significa estar con los demás y a conocerlos del modo más espontáneo y auténtico posible”, nos recuerda el profesor Montaguth. A partir del juego el ser humano entra en el juego de la vida y desde allí aparecen las dinámicas de un vivir en comunidad como la inclusión social, las reglas, los imaginarios de lugar, la autoridad, la toma de decisiones, el desarrollo de lo simbólico.
El golpe suele ser duro, como se lee en el cuarto ensayo: la escuela no siempre puede ofrecer su razón de ser: “desahogo, descanso, ocio, intelectual, entretenimiento del espíritu, donde la niñez y la adolescencia son iniciadas en las letras y las costumbres ciudadanas”. Toda esa historia de la construcción de un lugar en el mundo y del conocimiento genuino con los otros parece sumergirse en un espacio hostil pues la escuela pensada para “ayudar a leer y escribir (…) no da lugar a la expresión delirante de una infancia de movilidad perpetua, de carreras desbocadas, de ansias de grito y de fuerza. A cambio hay que contener las emociones, contener las palabras, bajar la voz, contener el abrazo y el puño. Reír discretamente. Evitar el contacto con lo otros. Contener la orina, contener las lágrimas. Todo esto se aprende a cada momento mediante castigos, admoniciones, sermones, amenazas y hasta golpes”.
La pregunta inicial nos ha seguido como una sombra implacable: qué tipo de hombre y qué sociedad se quiere construir desde la educación.
Tal vez una sociedad que le permita al ser humano ser autónomo y responsable desde su libertad. Pero, ¿dónde encontrar esa utopía? No está a la vuelta de la esquina, como imaginó Gauguin yéndose hacia el Pacifico sur. “El orden del conocimiento en los indígenas – nos dice Alonso Montaguth- primero pasa por el jugar a aprender a hacer y luego por la explicación mitológica e histórica en la que se encuentran los hechos.”
Es interesante este desnivel que se plantea a partir de aquí, porque en este momento el libro nos comienza a señalar el origen común Escuela-sociedad que se va desdibujando una vez se constituye: “El arraigo a la tierra, la construcción de la casa, la formación del hogar con la prole y las relaciones políticas, económicas, religiosas y éticas, acercan al hombre a la que necesariamente no podría escapar y que lo colocan en las puertas de la fundación de la escuela: la transformación de la pareja en familia es prácticamente la que transforma la casa en la escuela”.
Hay un ensayo que debe leerse con atención y es el que hace referencia a la Convención de Ocaña para analizar la relación Estado y gobierno y cómo los convencionistas reunidos en esa época terminaron pensando en los gobernantes, es decir en quiénes iban a dirigir, quiénes iban a tener el poder, y no en la construcción de un Estado común.
Partiendo de esto el autor nos plantea un marco para tratar de entender de alguna manera las decisiones que han marcado la vida política colombiana, cercana a privilegiar a líderes y caudillos antes que pensar y fortalecer el Estado. La pregunta reaparece formulándose desde el pasado: qué tipo de hombre y de sociedad quisimos formar desde la época de la Convención de Ocaña. “Históricamente parece que estamos a la caza del gobierno, ello se demuestra por el hecho que cotidianamente nos preguntamos por la pertinencia de nuestro dirigentes… Se la jugaron (los convencionistas) en dirección de asegurarse el poder y obtuvieron el señalamiento histórico de no haber trabajado en beneficio de asegurarnos un imaginario de estado en la conciencia de cada ciudadano”.
Pero al mismo tiempo que la Convención de Ocaña servía para ir tras la caza del gobierno, la educación no estuvo al margen de ese escenario y es allí donde aparece la otra paradoja que de alguna manera nos sigue cercana y distante en nuestros días: el tema se pensó en grande y un ejemplo concreto fueron los llamados colegios Santanderinos, pensados desde experiencias europeas, especialmente alemanas, pero al fin de cuentas un intento malogrado y una pérdida tiempo y de esfuerzo en una nación necesitada de gente que pensara el Estado: los estudiantes no podían desarrollar una participación real en la vida de la nación porque no cumplían la edad para participar en la vida pública, edad que comenzaba a los treinta años.
¿Qué tipo de gente se formaba en esas épocas, cual era la idea de sociedad? ¿Cómo nos vemos ahora, como educadores, como estudiantes que sabemos la urgencia de participar en las dinámicas de formación de nuestra nación? ¿Estamos pensando en el Estado o estamos pensando en gobernar? ¿Seguiremos desconociendo la fuerza de los procesos y pretender a cada momento inventar la rueda? ¿Continuaremos por cien años más viendo aparecer, quizás ya no en las plazas públicas, pero si en las salas de conferencia esa infinita fila de candidatos a cargos públicos, improvisando una actuación como en un concurso de oratoria?
El documento final al que me he referido nos ayudará a cerrar esta reflexión en torno a los nueve ensayos que escribió Alonso Montagut a lo largo de una década.
La lección que nos deja esta lectura es que la educación es la única puerta para pensar el ser y la sociedad que queremos formar y que el tema es un compromiso de ciudadanos, es decir de padres de familia, profesores, vecinos conscientes de su condición de ser portadores de un legado que nadie se lo inventó de manera individual sino que viene de atrás, construido por muchos. Que la participación en la calidad de la educación es un compromiso como las exigencias por la calidad del agua, del aire, de los espacios públicos, pero que ese compromiso no se puede postergar, como nos lo enseña la lección de los colegios Santanderinos, para después de los treinta años, sino que ese compromiso comienza con los juegos de infancia y continúa con los juegos de la madurez; sin olvidar, claro está, que esa infancia debe respetarse, como una patria que posee sus fronteras y su cultura, donde el juego es parte del proceso de conocimiento del mundo, con sus leyes de inclusión, moral, construcción de territorio y lenguaje. Es decir, si vamos a pensar una sociedad libre y pensada desde el desarrollo a escala humana debemos estar en este presente pensando y creando espacios de libertad y de desarrollo humano. Aquí podemos recordar a Gustav Wyneken, influencia inicial de Walter Benjamin con su comunidad escolar libre (Frei Schulgemeinde) en 1906, donde se sostenía que el ser joven era algo en sí mismo y no el mero tránsito de la infancia a la edad adulta.
Las claves están en cada uno de los espacios que intervienen en estos procesos: la casa, la ciudad y el establecimiento escolar que en su momento Alonso ha definido como un todo intercomunicado: “Cuando se habla de ambiente educativo no se está empleando el vocablo únicamente para designar el entorno físico de la escuela, sino que ello involucra el conjunto de aconteceres que la definen como un lugar recreativo por excelencia”.
A lo largo del libro hay constantes referencias a lo holístico, a las redes humanas: “Las redes del conocimiento se sostienen en el lenguaje”, se lee en uno de los ensayos; páginas atrás dice: “la realidad está envuelta en redes educativas inconmensurables”, y en otro dice lo siguiente: “Los seres humanos vivimos en redes de enseñanza y aprendizaje permanentes ahistóricamente, provocando con ello la construcción del marco de necesidades que nos llevarían con el tiempo a consolidar la escuela”. Y uno de los más bellos: “En las lenguas aborígenes danzar y sembrar requieren un solo verbo”.
Sabemos que esa es otra señal que recorre el libro de manera transversal y que uno como lector piensa, re-elabora y construye a medida que pasan las páginas: la educación como un proceso en red, donde los niños no estén compitiendo con quién es el mejor sino quién puede desarrollar experiencias de colaboración y al mismo tiempo de competencia –como en un juego-; unos colegios donde no se mide cuál institución alcanza los indicadores de éxito sino de cómo hacer para trabajar en equipo; cómo adecuar de manera eficiente, al interior, con la población escolar, y al exterior, en el intercambio con las otras instituciones, un modelo cooperativo, frente al modelo competitivo donde todos sirven para lo mismo y llevan a cabo las mismas tareas. Desde allí pensar en el hombre que queremos ver habitando el planeta, alguien que sabe por qué se hace lo que se hace; un ser consciente de su interdependencia y no un hombre enclaustrado en su estrecho territorio, en su salón de clase, en su libro de él solo, en la tarea que deberá ser la mejor de todos pues de lo contrario será un desastre familiar y social. Un ser que habita el mundo sabiéndose formando parte de un proyecto a largo plazo como es la permanencia, con calidad, de las generaciones posteriores en la tierra.
Desde esa pregunta inicial he tratado se seguir rastros de una respuesta y ella se dio como un diálogo con el autor que fue, al mismo tiempo, una conversación con su distinguido equipo de trabajo: Gadamer, Popper, Heidegger, Kant, Hegel, Berger, Luckman y Vigostky. Por supuesto, el lector-autor desarrollará sus propias miradas a partir de unos textos que poseen el encanto de la sapientia, de la disciplina y de la lectura juiciosa. Y del tiempo. No es fácil hablar de educación en un país donde hay una gran masa de desencantados del sistema educativo, donde los desplazados y los pobres no viven esta experiencia como un placer y mucho menos como una necesidad, donde no se sabe qué hacer frente a las heridas fisiológicas y sicológicas de la guerra, donde no hay respuestas claras para desarrollar espacios de dialogo con las nuevas tribus juveniles y donde el tablero aun intenta competir con los videojuegos y la internet, con toda esa ética de comunidad y convivencia que se ha venido formando desde los ordenadores.
No es fácil tampoco escribir y poder contar lo que se quiere tal y como se quiere. Antanas Mockus resumía en tres los secretos de la universidad: la acción comunicativa discursiva, la tradición escrita y la reorientación y la reorganización de la acción. La tradición escrita, pensando como Barthes en el epígrafe de este prólogo, es ilustre y casi diríamos, pasada de moda: no se escribe y no se discute sobre lo escrito con nuevos escritos. Pero es la clave para que el pensamiento no se quede por ahí volando, para que haya memoria.
Alonso Montaguth, docente, filósofo y escritor es heredero de una tradición de narradores y poetas que se reunió a finales de los años ochenta alrededor del Taller literario El Aleph en Ocaña. Recordando uno de sus ensayos donde dice que la capacidad de hablar marca el camino para que las comunidades elijan a sus líderes, yo pienso que un documento como el que tenemos ahora en nuestras manos define un nivel de privilegio dentro de las discusiones que nos pueden ayudar, como humanos, a pensarnos en nuestra sociedad.
2008 © Benjamín Casadiego