domingo, 2 de agosto de 2009

El hombre que hacía obituarios

Para Alirio y Natalia: sus imágenes, su alegría

- Aquél es, mírelo bien– me dijo el joven editor cultural del periódico.

Llevaba rato señalando hacia un costado del restaurante. Al final de esa extensión invisible de su dedo reposaba un hombre delgado de aspecto eternamente joven: cabello rizado, ojos cansados y gesto vivo. Bebía una cerveza Águila a pico de botella. Miré de nuevo el dedo señalador de Jose y relativicé su impertinencia. Jose es la nueva adquisición del periódico y sus críticas despiertan odio y amor dentro de un amplio grupo de artistas. Esas imbecilidades venden. De esas imbecilidades vivimos en el medio.

- Lo voy a entrevistar tan pronto acaben de desfilar ese grupo de aspirantes.
- ¿Qué hace el tipo?
- ¿No lo sabe, don Michín? Eh, eh…

¿Qué se comió este pendejo hoy? Esa arrogancia prefiero pasarla de lado como el olor del camión de la basura cuando pasa: necesario, pero de lejos. Hediondos.

- Hombre don Michín, ese es Alirio el director de cine que está destrozando los gastados esquemas del cine mundial.
- ¡Tantos directores que se pasan por aquí! Y ahora me viene a restregar a este recién aparecido.
- Es que éste… - Jose tartamudeó patético- …es-el-que-hace-cine en tiempo real, como el abreviado arte de chatear. Precisamente allí está haciendo el casting para las historias, don Michín.

Y dale con don Michín, qué irrespeto viniendo de alguien que ni siquiera tiene en su nombre la respetable tilde en la e. Pero si por lo menos este petimetre fuera original. Hombre, si en el periódico todos los colegas sabemos de qué diario extranjero copió su pegajosa columna: “Cultura y nación del Yo”.

- Precisamente esta noche estrena su última película –dijo Jose-. Nadie sabe su nombre, nadie sabe la trama. ¡Es una sorpresa en vivo! Como un chat, sin guión pero con texto escrito en el instante. Y olvidado en el instante. ¿Para qué más?

Una venerable dama de origen asiático llegó danzando discretamente hacia donde estaba Alirio. Desde la entrada venía desplegando la danza más dulce y simple que estos ojos hayan visto jamás. Lucía un vestido floreado pero discreto y dijo en un hermosísimo inglés: “Animate and inanimate world, the cosmos including ancestors.”

Pensé en mi mamá, en los ancestros, en la belleza de lo simple, en lo auténtico. ¡Cómo hubiera querido abrazarla en esos momentos! ¡Qué distancia tan cercana tendría la soledad!

- A propósito don Michín, hace rato que no leo sus obituarios…
- ¿No?

Yo bebía una taza de café, miraba la señora que ahora se levantaba en su suave danza y se iba evadiendo mesas en su paz espiritual, afuera estaba la oscuridad que lentamente había llegado al restaurante.

- No, hace rato no lo leo.
- ¿Eres lector de mis obituarios? Vaya…




Un rato después había llegado a la mesa de Alirio una mujer de pelo rubio. Sacó un cigarrillo de su cajetilla de Gitanes. Lo miró fijamente y dijo: “Comenzamos a subir la montaña a las dos de la mañana, había una especie de escalones que a través de los años, dos mil años diga usted, se habían hecho resbaladizos de tanto uso, lo que dificultaba el ascenso. Todo ocurría en silencio, apenas escuchábamos nuestros jadeos, tres horas después llegamos a la cima: el amanecer rompía en el infinito paisaje que teníamos a nuestros pies, los colores espléndidos, el sol sin aparecer pero allí, oculto como un actor largamente esperado, la península del Sinaí al fondo, nuestro silencio reverencial, sobrecogido. Entonces…” El humo azuloso, la cajetilla blanca y dorada, la expresión emocionada, silenciosa de ella mirándolo a él, la cerveza de ella, la barbilla descansando sobre la mano, los ojos cansados de él, los ojos claros, vivos de ella viendo en ese momento la península del Sinaí desde el monte donde Moisés… “Entonces alguien tomó una foto y el ruido del clic retumbó a lo largo de esa llanura”.

- Don Michin, a veces quisiera entrevistarlo a usted para mi página cultural, ¿se le apunta?
- ¿Y qué preguntarías periodista imberbe?
- Le preguntaría algo que todos sus lectores quisieran preguntarle pero no lo hacen por físico miedo.

La mujer se fue con una sonrisa intensa entre la esperanza y la tristeza infinita, una sonrisa por momentos ajada con las luces del restaurante, una sonrisa que se fue haciendo intensa pero sin matices a medida que fue entrando en los límites de la oscuridad de esa centenaria hacienda colonial donde la esperaban un grupo de amigos que celebraban. El mesero, un hombre corpulento, con los ojos caídos de buey triste, se acercó a la mesa de Alirio con otra Águila.

Al rato llegó a su mesa un hombre bajito, corpulento, barrigón, tez morena y de moño tejido de canas rudas. Se sentó frente a Alirio. Abrió el computador y dijo: “Verá usted, en el pueblo de Papantla se celebra anualmente el ritual de los voladores de Papantla, donde 4 personas amarradas a una larga viga dan, cada uno de ellos, un total de trece vueltas que multiplicado por cuatro suma 52 lo que nos remite al número de años del calendario ritual azteca. En el extremo de la viga hay un hombre tocando una flauta que se contorsiona sin perder el equilibrio, lo que sería fatal a una altura de, diga usted, un edificio de tres pisos. Los hombres voladores se llaman Quetzales y yo, mientras admiraba el espectáculo, me dediqué a beber Yolixpa, una fuerte bebida de origen nahua, hecha a base de flores y matas medicinales destiladas por años. No es que uno se emborrache como con el Whisky, la sensación es otra, ¿sabe?, uno siente que el corazón se abre a la vida, de hecho no es casual pues Yolixpa quiere decir en lengua nahual, abre tu corazón. Cada cosa tiene su contexto y su coherencia: el tronco se corta en un ritual de purificación que dura varias noches. Pues bien, yo con varios Yolixpas encima me dediqué a tomar fotos de ese soberbio espectáculo que estaban ofreciendo esos grandiosos quetzales. El cielo era de un azul intenso y el sol bajaba sin golpearnos. Todo era una armonía perfecta, una emoción que uno desea en la vida y en la muerte. Y el asunto quedó allí, en la tarde me monté en un bus escalera y lentamente llegué hasta mi pueblo, a mi casa. Pero vea usted que las cosas no llegan hasta donde uno cree que ha cerrado algo en una anécdota. Un día mi mujer hurgando en el computador encontró las fotos y descubrió unas formas alargadas, como capsulitas blancas que resaltaban sobre el limpio azul del cielo. Mi mujer, intrigada, amplió y amplió la imagen hasta que todo quedó claro: eran ovnis. Varios, estaban observando el ritual. Mírelos, aquí están.”

- ¿Qué sería eso joven imb?
- Le preguntaría.

El hombre se puso al lado de Alirio para mostrarle las fotos en el computador: señalaba la pantalla y miraba a su interlocutor. Luego, cuando el tiempo de hablar y señalar llegó a su límite, cerró el portátil y salió.

- Le preguntaría, no sé.



Un rato después, otro hombre calvo, largo y con suaves vestimentas se acercó a la mesa y dijo con voz clara y pausada: “Yo nací en un pueblo que ahora yace bajo las aguas de un lago. A veces imagino las calles, mi casa, el patio, la escuela, la iglesia, las huertas debajo de agua cruzada por peces, todo allí en perpetua ondulación y reflejo de colores. Al principio soñaba con algunas esquinas, calles, montañas y huertas donde transcurrió mi infancia, la ventana donde vi mi primer amor, la habitación aquella. Después supe que no era yo solo el que soñaba sino todo el pueblo a la orilla del otro pueblo sumergido el que soñaba el pueblo, como se sueña con un amante perdido. A veces me pregunto si estoy viviendo en el pueblo de la orilla o si estoy viviendo en el pueblo sumergido que sueña con hombres y mujeres que lloran la memoria perdida solo porque el país necesitaba energía eléctrica para las fábricas”. Dijo eso y salió sin más palabras, sin despedidas como un monje tibetano, largo, ascético, bello. Alirio había quedado solo.

- ¿Qué me preguntarías joven imb?
- Le preguntaría: ¿Por qué las personas mueren justo el día en que sale el obituario que usted redacta con certera, florida y lacrimógena pluma?
- Le faltó decir aplaudida, joven imb. Pero le respondo a su pobre inquisición: porque todos tenemos que morir, la palabra, el verbo, el logos antecede la acción.

Me turbé con mi respuesta. Me turbé porque pensé en mi muerte: Yo también tendré que morir algún día.

- ¿Quién será el próximo muerto?
- Usted no lo será, eso téngalo por seguro. No me mancharía las manos de tinta con su miserable muerte. Y por favor déjeme a solas.
- ¿Se dedicará a pensar en su próximo obituario?
- Tal vez sí o tal vez no, la vida es larga.
- Discúlpeme si lo ofendí -dijo el joven imb con cara de banal arrepentimiento-, no haga caso de todo lo que dije, de mi impertinencia, de mi arrogancia, somos colegas y eso es lo que vale.

Fue hacia la mesa de Alirio al tiempo que llegaba el mesero de mirada degollada y cuello grueso embutido en un traje de corte con otra Águila, seguido de una muchacha bajita que dejaba en la mesa un plato con lomo de cerdo en salsa agridulce con pimentón, pepino y cebolla. Alirio hizo a un lado la cerveza y la emprendió de manera limpia y concentrada con el plato, y al final, cuando estaba a punto de agarrar la servilleta, me miró por primera vez y apartó con la mano a Jose y su grabadora digital. Entonces él y yo quedamos solos en el recinto, afuera la noche era plena. La mesera acabó de recoger los platos, en los pasillos y patios internos se escuchaba música y carcajadas. Alirio bebía su Águila y me miraba, me construía en su mente, buscaba en su imaginario el origen de ese interés súbito por mi presencia allí. De pronto hizo un encuadre entre sus dedos pulgar e índice, realizó un paneo que recorrió lentamente el restaurante, las ventanas con los gajos de mango matasanos hundidos en la oscuridad, los arreglos florales multicolores, las cinco mesas de frente, las dos del medio, la barra y terminó suavemente en mi mirada que lo miraba a él.

Cuando el paneo terminó en lo que, supongo, era un plano cerrado de mi rostro, sentí un resquebrajamiento mezclado con un sonido gelatinoso que recorrió todo mi cuerpo.




Me levanté de mi mesa y salí con ganas de vomitar, de votar ese yo que no era yo, pasé por las mesas abarrotadas de contertulios bulliciosos que celebraban la noche en varios idiomas, pasé por el jardín de las azaleas, crucé el patio de piedras y ladrillos, me adentré en salones con pianos y muebles del siglo XIX, crucé una pared adornada con originales a lápiz de Rendón, el que diseñó el indio de Cigarrillos Pielroja, crucé el zaguán y salí al descampado, al patio de grava, busque la fuente, intenté vomitar y expulsé solo gesto y palabras, a mi espalda sentía la mirada, los dedos encuadrados de Alirio que enfocaban mi vómito imposible, caí al suelo, arriba el cielo era azul oscuro incendiado de estrellas, un avión lejano pasó dejando una estela de luz, me incorporé, caminé hacia los pabellones donde estaban las habitaciones de la hacienda hotel, atravesé la oscuridad, pase por una pequeña sala, subí los escalones de madera sin dejar se sentir que me enfocaban en un travelling y en plano continuo desde que estábamos en el restaurante. Ese es el nuevo cine, me dije con rabia, efímero como el tiempo y la vida. Logré abrir la puerta luego de varios giros erráticos a izquierda y derecha y entré dándole una patada a la puerta para cerrarla.

En mi cama estaba el computador, todo era cuestión de segundos, todo dependía del tiempo en que el computador se iniciara y yo pudiera comenzar a escribir el obituario de Alirio que enviaría por internet al periódico. Al fin tenía ante mi la infinita página blanca de Word y comencé a escribir: “Una estrella en el firmamento. Sentido y emotivo. Así se podrá recordar al hombre que transformó nuestra idea del cine, el artista legendario. Fuentes de su familia dijeron que sufría de un problema de…”

No escuché cuando la puerta se abrió, lo sentí tras la puerta cancel, afuera los vidrios estaban empañados por el rocío del amanecer, jamás pensé que instantes antes de mi muerte fuera a fijarme en ese detalle.

- Antes fue hoy que mañana –dijo Alirio apuntándome con su encuadre digital- Uno no se muere la víspera, pero hoy con vos ya se acabó, no pudiste terminar tu último obituario.

Estábamos frente a frente, hacia rato que yo no hacía un obituario y él había encontrado el motivo de su película imposible: “El hombre que hacía obituarios”. Para terminar mi obra solo faltaba poner el nombre del muerto. Sentí, sin horror, como mi imagen se iba oscureciendo en un fundido imaginado por el mismo Alirio, descubrí mi historia en un descenso en ascensor. Me vi al interior de una mina, tal vez, o del infierno en versión libre, la sensación era como la de estar en un huevo gigante, rodeado de sal por todas partes, 40 kilómetros de corredores. Túneles oscuros que desembocan en galerías inmensas convertidas en salas de cine, espacios naturales en la penumbra. Una pantalla por aquí, una caja de luz por allá, un letrero Timeless Territories (Territorios Eternos), escuché los aplausos del público desde la ventana de mi ascensor que era la pantalla blanca oscureciéndose en el infinito, en eso en lo que me había convertido quizás hacía unos pocos segundos o tal vez hacía horas, porque los tiempos del cine son diferentes al de la muerte y así duré hasta que todo se oscureció a mi alrededor, incluyéndome yo mismo, convertido en haz de pixeles. En el fondo seguía escuchando los aplausos; imaginé la salida triunfal de Alirio al escenario con los brazos en alto. Esa hubiera sido una muerte hermosa con un bello obituario: el hombre que murió en la plenitud de su obra.

- El sol es nuestro enemigo –escuché que dijo Alirio al público-. No me gusta la luz a la altura de los ojos, no me gusta la luz cenital. Sigo mi gramática de luz y eso es muy difícil que cambie. Me gusta que la mentira parezca verdad.

Por supuesto que imaginé a Jose buscando sus palabras para la redacción de su fútil columna. No tuve envidia de la gente que celebraba la película. Solo sentí rabia de que la oscuridad del último fundido en negro no me hubiera dejado ver las estrellas que seguramente brillaban tras la ventana de mi cuarto. Alguien se rio, pero luego se arrepintió de haberse reído. Pensé que quedaban pocos refugios donde reinara tanta tranquilidad... Este era uno de ellos: ya no se escuchaban los aplausos.

Benjamin Casadiego © 2009