sábado, 18 de julio de 2009

Un encuentro con John Malkovich


Ella apareció hoy a mi mesa mientras me tomaba un café. Apareció volando, como suelen llegar los papeles. Eso no es una buena señal, me dije escrutando el cielo enrojecido del final de la tarde.

- ¿Será que me puedes invitar a un café? –hablaba con voz miserablemente dulzona.

Silencio de mi parte, miré hacia donde la tarde se volvía rosada sobre los balcones blancos manchados de amarillo, verde y gris. Ella seguía mirándome y cuando el mesero llegó con mi pedido ella ordenó el suyo con prolijidad y parsimonia, preguntando y volviendo a preguntar, revisando, mirando y volviendo a mirar. La miré con disgusto a sus ojos blancos y entendí las desdichas de los asesinos en serie: un latido que llama a la tragedia, una sombra que nunca se va pero que nunca está. También, no sé por qué, pensé en los políticos solitarios en su cuarto de hotel, desnudos mirándose al espejo luego de un discurso aplaudido (detrás de la puerta dos guardaespaldas adormilados). Sueño a menudo con políticos, lo confieso.

Ella me miraba de reojo, mientras yo bebía el café tratando de concentrarme en otro tema: en esa pareja de ancianos chinos que tomaban fotos en la plaza llena de gaviotas, o en los niños que se tropezaban contra el hipopótamo de esponja y rebotaban como un caucho. Miraba por perder el tiempo pues mi labor de estar solo había sido interrumpida. El mesero le trajo un capuchino con galleticas de chocolate.

- Gracias –dijo dejando caer en mi cuerpo sus ojos blancos manchados de tinta, hundiendo las galleticas en la espuma parda.

Hice un gesto displicente con las manos, como diciendo: adelante, adelante. ¡Adelante!

- Antes era equilibrista –dijo mirándome desde la taza.
- Vaya, eso sí que es bueno – dije sin mirarla.
- ¿Qué?
- El oficio de arribista…
- Ah, ya–respondió con una sonrisa perezosa-: es casi lo mismo Estaba arriba…

¿Cara de qué tenía yo para que me pasaran todas estas cosas?

- ¿Cuál es su explicación? – escuché que decía alguien cercano a mi mesa.
- No sé – dijo el otro -. Si matas gente, las mujeres te escriben cartas, quieren casarse contigo. Quizás las mujeres piensan que pueden cambiar a los asesinos, que los pueden salvar. Les gustan los hombres amenazantes. Conozco varias mujeres que se divorciaron porque sus esposos eran demasiado buenos, amables. Me parece raro. No tengo respuesta.

En la mesa vecina, dos hombres de mediana edad conversaban. No se miraban cuando hablaban, ambos estaban con las piernas estiradas hacia el paisaje de afuera, estaban terminando una comida. Uno de ellos va desocupando lentamente una botella de vino, saca un cigarrillo de una cajetilla que deja sobre la mesa. Fuma, llenando con humo los largos intervalos de silencio. Afuera se veían las avenidas, los feos edificios blancos manchados de gris del puerto, la pantalla gigante que anunciaba un concierto de Lou Reed para septiembre. Un tambor africano, un corno inglés. Las preguntas, los leves intervalos, las precisas respuestas, los bloques sintagmáticos girando unos sobre otros como volutas, la sirena de alguna ambulancia y del tren que pasa conectando párrafos, las campanas de la catedral, el sonido de un avión, los tonos que ascienden sobre las palabras, voces apagadas de gente afuera entre carillones y efímeras gotas de lluvia; el tiempo del discurso, el tiempo que nos arrasa sobre largas oraciones. Los gestos en cámara lenta, las bocas de ellos, los labios delgados del fumador, las mejillas rojas del otro que pregunta sin mirar. Cuatro pianistas japonesas interpretaban el Canto Ostinato de Simeon Ten en la calle. Ella y yo miramos a los comensales, ella me vuelve a mirar inexpresiva. El tiempo adecuado, propicio para estar en esta tarde y el tiempo que indica que ya el día acabó y que, al igual que muchos días pasados, volveremos a algún hueco, algún refugio que un día preciso el tiempo nos quitará de un zarpazo. Yo sigo pendiente de lo que ellos dicen. Ella retoma la palabra sobre las otras voces que se escuchan en otro plano ahora.

- Antes fui malabarista.

Antes era malabarista. Recordé. La suerte me puso en el camino esta vieja historia que tanto mal causó a mi profesión, pienso en ella que me mira. Supongo que hace años leyeron en este mismo papel lo de la malabarista.

- Ser malabarista es estar un poco más arriba. Yo iba al nivel del piso, pero me sentía arriba, eso es ser malabarista.

Antes fue malabarista. Atravesaba las calles de una ciudad larga y angosta. Una vez no volvió a hacer malabares. En la soledad de su cuarto escribió. Escribió hasta quedar hecha tinta en el papel. La brisa alguna vez entró en su cuarto y se llevó el papel con las palabras. Se la llevó. Ella voló y luego se arrastró, parecía huir, algunas veces parecía estar ciertamente buscando algo. Pero más parecía huir, en su huida fue dejando trazos de sí misma y con esas trazas se iban perdiendo las palabras.

Ella era un papel, un papel escrito, luego no fue papel pero tal vez fue palabra.

Eso lo escribí hace unos años y mis lectores creyeron que se trataba de la otoñal inspiración poética de un periodista sin ideas serias para continuar con su rutina. El canto del cisne del periodista y el nacimiento de un poeta mediocre. Lo confieso: perdí lectores durante esa semana, recuerdo que maldecía leyendo las Cartas al Lector donde se mofaban de mí y de mi objetividad envejecida, rancia. Nunca pude demostrar que todo eso era cierto, tampoco podía hacerlo. ¿Qué elementos probatorios podía esgrimir? Ahora tenía la prueba reina ante mis fans pero igual, de nada iba a servir: demasiado poético para ser cierto.

De súbito supe que nada valía la pena esa tarde donde John Malkovich se terminaba la botella de vino, sacaba otro cigarrillo de su cajetilla roja y blanca de Lucky Strike y miraba abstraído hacia el puerto, nada valía la pena. El viento sopló, por supuesto como suele soplar en este puerto que ha sentido la suela de mis zapatos por más de 50 años buscando noticias. El viento se llevó el papel que voló sin un quejido, luego me llevó a mí, que volé cerca de Malkovich, dejé el restaurante, atravesé la plaza, rodeé la imponente estatua ecuestre del fundador escurrida con cagadas de pájaros, me adentré por callejones, sobrevolé el aire de los viejos cafés del puerto con ventiladores de aspas y clientes taciturnos, las oficinas de abogados ocultas en angostos pasadizos de inquilinatos, evadí las añosas librerías del centro donde los libreros mueren conversando de libros que ya nadie lee; estuve a punto de caer en manos de un niño regordete que iba agarrado a la falda de su mamá, me escurrí por una ventana azul donde una muchacha se peinaba mirando la ciudad, aspiré el olor primitivo de su cuerpo, pasé hacia el patio evitando su manotazo, disfruté el olor de los limones y los mangos, ascendí por los cielos, encontré el laberinto de la ciudad blanca manchada de gris, verde y amarillo, los diminutos puntos humanos que se movían, me dejé envolver por un remolino que me llevó hasta los solitarios y abandonados baños de la playa donde los vagabundos estiraban su borrachera, pensé en mi final con ellos, pero de nuevo el viento me arrastró por las calles, los andenes, las cloacas abiertas, las enormes y rigurosas puertas de madera hasta desembocar de nuevo en la plaza donde estaba la estatua ecuestre del fundador, divisé el café y presentí mi tragedia sin que ningún viento pudiera evitarla.

Fui a dar de bruces donde ella estaba sentada.

Agarró el papel descuidadamente y leyó. Luego me tiró al cesto de la basura. Siempre supe que era una mala historia, todos mis lectores lo saben. Tenía buena puntería: caí en el borde del cubo y luego fui a dar al fondo. Eso se le abona, porque el cubo estaba lejos.

- Imagina que alguien te dice que los árboles delante de tu casa están enfermos –seguí escuchando que decían desde el fondo de mi cueva. Imaginé a Malkovich fumando mientras miraba el puerto anocheciendo y tuve nostalgia de esos ojos.

- El teatro me gusta porque es libre, porque es efímero como la vida – oí que dijo después de una larga bocanada y luego calló.

O tal vez yo dejé de escuchar. Olía a lluvia, tal vez afuera había comenzado a llover. Mala cosa para un papel.


Benjamin Casadiego © 2009

viernes, 17 de julio de 2009

Haruki Murakami: alguien tiene que hacerlo



Somebody’s Got to Do It

At the Haruki Murakami interview, there was a faint sense of siege. Tickets had sold out in eleven minutes. Up in the nosebleeds, people were pleading with an usher to let them sit on the stairs. (She was firm: “It’s against the law.”) On stage, the writer belied his rock-star reputation, glancing shyly at his feet. He began by telling the story of a jazzman who, when accused of playing “just like Charlie Parker,” handed his saxophone to his critic and said, “Here—you try playing like Charlie Parker.” He said that we should draw three conclusions from this:

1. Criticizing somebody is fun and easy.
2. Meanwhile, creating something original is very hard.
3. But somebody’s got to do it.

He went on to reveal his writing secrets:

On inspiration: “I became a writer all of a sudden. I don’t know why.”
On the three essentials to literature: “Reason. Harmony. Free improvisation.”
On momentum: “I wanted to turn the pages, but there were no pages—I had to write them. I don’t know what’s going to happen next, so I write it. And then I don’t know what’s going to happen next, so I write it.”

On happiness: “If the protagonist is happy, there’s no story at all.”
On the toughness required to be a writer: “You have to be Rocky.”
On writing in general: “It’s fun.”

Rapid Motion Through Space Elates One

In our Summer Fiction Issue, the Japanese writer Haruki Murakami recalls the moment he decided to try writing a novel (1:30 P.M., April 1, 1978, in the middle of a baseball game) and how, once he exchanged the active life of a jazz-club impressario for the more sedentary practice of writing at a desk all day, he turned to long-distance running for exercise. Since then, he has competed in twenty-six marathons. Writers who run—or who at least appreciate the concept —are perhaps not rare, but literary writing about running is. (William Goldman’s “Marathon Man” doesn’t really count.)

In the magazine, Murakami declares, “When I began my life as a runner. . .it was my belated, but real, starting point as a novelist.” Earlier this year, in an interview in Der Spiegel, Murakami directly linked his marathon training to his creative process:
Der Spiegel: Are you a better writer because you run?

Murakami: Definitely. The stronger my muscles got, the clearer my mind became. I am convinced that artists who lead an unhealthy life burn out more quickly. Jimi Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin were the heroes of my youth— all of them died young, even though they didn’t deserve to. Only geniuses like Mozart or Pushkin deserve an early death. Jimi Hendrix was good, but not so smart because he took drugs. Working artistically is unhealthy; an artist should lead a healthy life to make up for it. Finding a story is a dangerous thing for an author; running helps me to avert that danger.

The New Yorker © 2009


Fotografía de Murakami: Libardo Benavides © 2009

sábado, 11 de julio de 2009

Anne Michaels


FLORES

Hay otra piel dentro de mi piel
que se ajusta a tu tacto como un lago a la luz;
que desliza su memoria, su lenguaje perdido
dentro de tu lengua,
borrándome para hacerme de nuevo.

Justo cuando el cuerpo cree saber
los caminos para conocerse a sí mismo,
esta segunda piel sigue buscando sus respuestas.

En la calle - las sillas de los cafés abandonadas
en las terrazas, los puestos del mercado vaciados
de su viva luz,
aunque el pavimento todavía respire
uvas y melocotones -
como la luz de todo lo que crece
en la tierra recién removida,
cada partícula de mí se ajusta a tu tacto,
el viento envolviéndonos las piernas en mi vestido,
tu camisa deshaciéndose en flores por mis manos.

FLOWERS

There's another skin inside my skin
that gathers to your touch, a lake to the light;
that looses its memory, its lost language
into your tongue,
erasing me into newness.

Just when the body thinks it knows
the ways of knowing itself,
this second skin continues to answer.

In the street - café chairs abandoned
on terraces; market stalls emptied
of their solid light,
though pavement still breathes
summer grapes and peaches.
Like the light of anything that grows
from this newly-turned earth,
every tip of me gathers under your touch,
wind wrapping my dress around our legs,
your shirt twisting to flowers in my fists.

The Weight of Oranges/Miner's Pond (Toronto: McClelland & Stewart, 1997).

domingo, 5 de julio de 2009

Diálogos sobre Dios y el Diablo


Diálogos sobre Dios y el Diablo

Las escuelas vacías son perturbadoras. Durante las vacaciones escolares puede ocurrir cualquier cosa en su interior. Si quieren un consejo lo digo sin tapujos: mejor no entren. Puede llegar a ser la más prudente de las decisiones.

Tengo razones para decirlo: soy un investigador juicioso de los tiempos y los espacios escolares pero, como mal cristiano, he cometido errores. Una tarde de estas cometí la imprudencia de adentrarme en una escuela en plenas vacaciones de mitad de año. El vacío del patio se sentía como una prolongación cuadriculada del cosmos, el viento hacía golpear las puertas con un eco profundo, voces huecas reptaban por los salones desiertos, los tableros dejaban ver las sombras pálidas, ocultas, de lo que algún día, en tiempo de clase, fue la geometría, la matemática y la gramática: se adivinaba una pugna interna por tratar de reacomodar sus fórmulas maltratadas, gritadas, injuriadas, transformadas y calumniadas por miles de niños y profesores.

Bajo la sombra del mango un pequeño, sentado en el piso, acomodaba las fichas de un dominó. No demostraba más de 6 años y, con un gesto admonitorio, me invitó a jugar con él. Tenía la expresión vital y aguda de una lagartija. Acomodó el juego y contó. Me dijo: 5 para usted, pero me entregó 15, y apartó 15 para él, pero contó 30. En silencio comenzamos la partida.

- El que tenga la ficha más alta inicia -dije yo inútilmente pues el pequeño inocente ya había puesto sobre la mesa el doble uno.

De suerte encontré un 6-1 y puse el uno al lado del uno.

- No - me corrigió a tiempo-, el 6 va con el 1. ¿Usted no sabe jugar?

No alcancé a responderle su imprudencia pues en ese momento sopló la brisa de junio con toda la fuerza y tumbó las fichas que tanto trabajo nos había costado parar y organizar. El niño miró hacia el cielo, decepcionado.

- Dios es malo- dijo comenzando a acomodar otra vez las fichas.
- ¿Y eso por qué?- le pregunté enderezando las mías.
- ¿No ve cómo tumbó todas las fichas?
- Tenía pensado que otro era el malo.
- Quién.
- El diablo…
- No, el diablo no puede ser malo.
- ¿Por qué?
- Porque él vive debajo de la tierra. ¿Cómo va a poder soplar debajo de la tierra?
- Ya veo.
- En cambio Dios, mire como sopla, le da duro a las puertas, tumba las fichas… Sopla y sopla.

El viento de junio siguió soplando con esa fuerza que se traen los vientos cuando vienen de viajes largos, del Caribe, del lago de Maracaibo y se cruzan con las brisas del Catatumbo. En cualquier lugar de la ciudad calurosa ese viento era recibido como una bendición de Dios, en cualquier lugar menos en aquella escuela desolada, donde el viento estaba causando graves estragos: a duras penas nos las arreglábamos para enderezar las fichas que se caían una tras otra y el largo juego no podía comenzar. Dios es bueno, pensé disfrutando del frescor de la tarde, pero no me atreví a decirlo en voz alta: el niño me hubiera mirado como quien mira a un insensato.

-Dios es muy malo – dije al fin decepcionado, levantándome-; no nos dejó jugar.
-Eso ya lo sabía – dijo el niño sin mirarme, empeñado en juntar las fichas.

Salí de la escuela y llegué al centro de la ciudad cuando ya estaban cayendo las sombras. No quise ni imaginarme como sería esa escuela de noche, las voces que allí se escucharían, la eterna pugna entre Dios y el diablo que siempre escogen escuelas desoladas para debatir sus arcanos.

Benjamin Casadiego © 2009


Receta del arroz de dulce


Arroz de dulce

Ingredientes:

2 tazas de arroz
4 tazas de agua
½ taza de azúcar (más o menos)
1 caja de pasas Sun Maid
Canela al gusto
1 lechera de la grande
1 bolsa grande de leche

Preparación

Se lava el arroz, se coloca en 4 tazas de agua, se pone a cocinar en fuego alto y luego, cuando hierva y se haya mermado un poco el agua, se pone a fuego medio. En ese momento se agrega la media taza de azúcar. Cuando el arroz ablande y esté en pleno proceso de secado se vierte la leche poco a poco, revolviendo para que no se pegue hasta desocupar la bolsa de leche. Se agrega la canela, las pasas, la leche condensada y lo bajamos cuando la leche haya tomado una consistencia cremosa. Algunas veces no se le echa canela ni pasas. No pasa nada. Al servir se coloca encima queso costeño rayado.

Es un manjar. La tradición en Ocaña es prepararlo el domingo en la tarde para servirlo a las visitas que llegan. De todos los dulces, ese es mi preferido y lo hago de la manera como lo he expuesto, sin preocuparme por si van a llegar visitas o no. En estos tiempos donde todo es dietético, desde los licores hasta el pan (por ahí vi pan Bimbo Diet), vale la pena saborear algo con el sabor genuino de la buena vida, cuando la gente moría de vieja.




El etnógrado



EL ETNÓGRAFO

Jorge Luis Borges


El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo a entregarse a lo que le propone el azar; la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, las aventuras de la guerra o el álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una reserva, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta.

Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, entre muros de adobe o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso por que ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordado sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.

En la ciudad sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no revelarlo.

-¿Lo ata su juramento? – preguntó el otro.
-No es esa mi razón –dijo Murdock – En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
-Acaso el idioma inglés es insuficiente – observaría el otro.
-Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.

Agregó al cabo de una pausa:
-El secreto por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.

El profesor le dijo con frialdad:
-Comunicaré su decisión al Consejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?.
Murdock le contestó:
-No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.

Tal fue en esencia el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.

...

(enviado a la lista de Raíces por el poeta José Ropero)